Víctor Castillo

Jaime Saenz

Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.

—Usted sabe —dijo—. El tiempo es nuestro cuerpo. No perdona a nadie. La esperanza está hecha para los que piensan, no para los que viven. La esperanza no es más que una palabra desprovista de sentido, y por eso se la utiliza con toda mala fe, para confundir y adormecer a los hombres. Si yo quisiera perder mi libertad de acción y entregarme atado de pies y manos a la inercia, permitiendo al mismo tiempo que los otros sean los árbitros de mis decisiones, me dejaría llevar por la esperanza. Si usted sostiene que es un sentimiento, una necesidad del espíritu o cosa por el estilo, no discuto. Pero no olvidar que la fe es algo muy distinto; no se debe confundir con la esperanza.

— ¿Pero quién será aquel que no tenga esperanza? —dije yo.

— ¿Quién será? —Dijo él a su vez—. Precisa-mente esa es la cuestión. Los detentadores del poder económico utilizan ciertos conceptos para oprimir y embrutecer a los pueblos. De ahí que se confiera la mayor importancia a la formación de intelectuales que más tarde propagarán y explotarán con gran sutileza tales conceptos. Y como la esperanza es uno de los más arraigados en el sentido religioso justamente, la tarea de los embaucadores conchabados por la plutocracia internacional resulta a todas luces fácil al par que divertida. Y sobre este punto no hay discusión posible. Pero ahora fíjese, son temas que no me cuajan en absoluto. En realidad me asquean; es más: al sólo oír la palabra esperanza, me hierve la sangre. Le ruego no la vuelva a pronunciar en mi presencia. Usted disculpe.

Hizo un gesto de fastidio, con cierto aire de ingenuidad y me miró, entrecerrando los ojos.

Al alcance de su mano había una copa; bebió un trago.

Ahora guardaba silencio.

En la ventana, en la transparencia del espacio y con una luz intocable, la hora última del día se avecinaba.

Bebí mi copa sin moverme de mi sitio.

Un baúl cubierto con un cuero de oveja, me servía de asiento.

—Ahora fíjese —dijo al cabo—. Yo no sé qué pasa. He notado que la gente se complace en complicar las cosas. Ahora ya nadie se preocupa por la vida, o simplemente por vivir, sino que todos quieren ser felices porque les han hecho creer que pueden serlo, imagínese; y cuando no llegan al extremo de sentirse felices, por lo menos tienen que creer que lo son, y con esto se convierten realmente en unos infelices.

—Es muy cierto —asentí yo—. Y podría decirse que ello ocurre en razón de la esperanza.

Suspendió las cejas al escuchar la palabra prohibida, y al mismo tiempo dijo con tono de aprobación:

—Muy bien; ahí tiene usted. Así es la verdad. Pero pasemos la hoja; tenga la bondad de llenar las copas.

Me di prisa en levantarme y cogí la botella.

Era un gran aguardiente de uva; lo enviaban especialmente para él, de sus propiedades de Luribay.

Bebió de un golpe y yo hice otro tanto. Luego volví a llenar las copas y me senté.

—Si uno vive y come y bebe sin trabajar, será por algo —declaró ahora—. Por algo me habré desvivido trabajando toda mi vida. ¿Acaso no tengo derecho de hacer lo que me da la gana? Yo y nadie más que yo he querido conferirme a mí mismo ese derecho; nadie puede conferir ningún derecho a nadie, a no ser uno mismo. ¿Me entiende usted? Si alguien se cree capaz de privarme de mis derechos, que venga, aquí estoy. Y si alguien quiere enrostrarme mi falta de caridad cristiana y mi abierto y franco repudio por los curas que se enmascaran con la sotana para cometer impune y cobardemente sus iniquidades, que venga y que lo haga. Ahí están las legiones de desheredados y menesterosos a quienes he amparado y a quienes he socorrido toda mi vida, silenciosamente y porque me ha dado la gana, sin jactancias y sin necesidad de proclamar a los cuatro vientos unas virtudes de caridad cristiana de las que en buena hora carezco, y a falta de las cuales tengo otras, muy mías, y que precisamente yo practico porque me da la gana; que le parece. Usted me conoce. Si de alguna virtud puedo enorgullecerme, es la de ser franco y sincero y hablar a calzón quitado. Y si soy el primero en reconocer mis propios defectos, es porque me da la gana. Ahora dígame con toda honradez si cualquier hijo de vecino, en iguales o parecidas condiciones y aun teniendo un carácter como el mío, sería capaz de asumir la actitud que he asumido yo.

Pasando por alto su propia pregunta, y sin darme tiempo para formular una respuesta que seguramente él consideraba muy obvia, Víctor Castillo prosiguió diciendo:

—Como usted sabe, soy un hombre que ha sufrido mucho, y no puedo tolerar que nadie me venga con lecciones de moral o de rectitud. Conozco el mundo y la vida personalmente y de primera mano, si me permite la expresión, y no como otros, que creen conocerlo todo y que viven teóricamente, de meras inferencias y lecturas.

—Claro —dije yo con toda intención—. Usted es docto en literatura y filosofía, y nos da la zurda a todos. Y según mi opinión —añadí luego mintiendo—, el haber estudiado en Europa le da una gran ventaja.

—No tal —replicó él con enfado—. El haber estudiado en Europa no me ha servido para maldita la cosa. Mil veces habría preferido quedarme en mi tierra, imagínese, en lugar de perder miserablemente mí tiempo con patrañas y mixtificaciones que en nombre de la cultura se nos quiere hacer tragar, y con las que no se consigue otra cosa que deformar y desvirtuar nuestra propia cultura. Así viejo y enfermo como usted me ve, imposibilitado de actuar en el terreno de los hechos, todavía me siento capaz de hacer algo por mi tierra; y mientras me quede un hálito de vida no desmayaré un sólo instante en la lucha, aunque más no fuera que en mi condición de inválido.

Víctor Castillo guardó un momento de silencio, asumiendo un aire pensativo.

Luego dijo:

—Pero no nos apartemos del tema; como decía, he sufrido mucho, ya desde mis años juveniles, y hay quienes pueden atestiguarlo. Precisamente iba a que para conocer el mundo y la vida, no hay más escuela que el sufrimiento. Ahora fíjese: mis gratuitos enemigos sostienen que soy un ladrón, un usurpador, un déspota y, ante todo, un criminal, y luego aseguran que vivo feliz de la vida y que me río del mundo, disfrutando de mis riquezas mal habidas y haciendo escarnio del dolor y la miseria. ¿Se da usted cuenta? ¿No le parece una perfecta estupidez? La cosa es muy clara. Si yo, Víctor Castillo, fuera realmente un criminal, mal podría vivir feliz de la vida y reírme del mundo, sino que mi vida sería un infierno, y a estas horas estaría abatido por los crímenes cometidos, sin más alternativa que pasarme los días y las noches urdiendo otros nuevos. Y en tal caso, tendría necesariamente que sufrir, y con esto, mi capacidad para conocer el mundo seguiría siendo infinita-mente mayor que la de aquellos que no sufren en lo más absoluto, ya cometan o dejen de cometer los crímenes que se fuese. ¿No le parece? Es muy simple. Así veo yo las cosas.

Difícilmente podían distinguirse las facciones de Víctor Castillo; poco a poco la habitación se inundaba de sombras.

En este momento entró un viejo sirviente de la casa, portando un candelero con una vela encendida; y silenciosamente, lo colocó sobre la mesa.

Víctor Castillo hizo un ademán de impaciencia.

—A la hora del crepúsculo y nada menos — dijo—; como si el tata no supiera que no me gusta la vela. Apaga la vela —ordenó secamente—. Nada de vela; solamente de noche.

El sirviente apagó la vela, y luego salió.

—Lo malo es que el crepúsculo no dura —dijo ahora Víctor Castillo—. Y es lo que dura la vida; dese cuenta. Siempre oscuridad, siempre luz; y así la vida, siempre. La certeza de la muerte es lo que nos hace vivir, y la certeza de la duda, lo que nos hace morir. Yo recuerdo mucho el tiempo de mi juventud, cuando la luz era para mí la fuente del bien y de la sabiduría; cuando todavía creía en el bien y en la sabiduría, imagínese, qué disparate. Pero a todo esto le diré una cosa —declaró inopinadamente—: usted es un gran amigo. Es un hombre que sabe escuchar y sabe comprender, y por eso me gusta charlar con usted. Es la verdad.

Moví la cabeza, tal vez con cierta afectación, y no sé si lo hice en señal de duda, o para significar mi reconocimiento.

Y con los ojos clavados en los perfiles de la fi-gura de Víctor Castillo, en la espesura de la penumbra, dije:

—Muy honrado. Pero permítame una palabra. Usted acaba de decir que no cree en el bien; no lo sabía. Es una verdadera novedad para mí. Francamente, se lo confieso: me sorprende.

—No es para tanto —dijo él—. Tranquilícese. Tampoco creo en el mal; no tendría por qué. Son zarandajas. Palabras huecas y nada más. Cuatro mil años que la humanidad se ocupa de tales cuestiones, y todo para nada. El bien para unos puede ser el mal para otros. La enfermedad y la peste, las calamidades, los azotes, los frutos de la tierra y el calor del sol, no son en sí ni buenos ni malos, sino en la medida en que el hombre se favorece o se perjudica con ellos. El hombre, como cualquier otro animal, como una pulga, una oveja o un león, no puede ser ni bueno ni malo, pero solamente lo que es. Y no olvidar que la naturaleza no tiene la culpa de que el hombre se haya creado insolubles problemas. Si el hombre lucha contra la naturaleza, lo hace contra sí mismo; qué le parece. Y así por el tenor, toda la noche, y aun toda la vida, podríamos pasarnos hablando; y con eso no sacaríamos nada, sino embrutecernos más de lo necesario. Yo por ejemplo, en este momento podría afirmar que soy bueno, con tanta verdad como que soy malo. Son cuestiones de escasa importancia, que los ociosos precisamente se encargan de exagerar. ¿Acaso la naturaleza tiene algo que ver con los problemas creados por el hombre? Lo que pasa es que el hombre esta reventado, y lo estará sin remedio hasta su final y definitiva desaparición. Mientras tanto hay que vivir y hay que sufrir, qué le parece; según yo sostengo, de ningún otro modo se puede vivir y sufrir. No sé si usted me entiende. Por lo demás, aunque me he quedado viudo y solo, amo al mundo; a mi manera, se entiende. Y también amo a la vida; qué quiere usted. Pero no por eso he de pretender que el mundo y la vida me amen. El mundo y la vida se están; nada tienen que ver conmigo. Usted no debería sorprenderse con majaderías. Hace mal. Y dicho sea de paso: usted me hace hablar demasiado. Estoy con la boca seca.

Víctor Castillo hablaba con vehemencia, manoteando en medio de las sombras.

Me apresuré en llenar las copas; bebimos calladamente.

—Usted sabe, mi dilecto amigo —prosiguió diciendo—. Hay cosas realmente dignas de sorprenderse y asombrarse con ellas. Infinitas cosas del mundo, en el mundo. El pensamiento del hombre es una cosa, y el hombre es otra cosa. El hombre debería asombrarse por el hombre, pero no por el pensamiento del hombre. El pensamiento no sirve para nada; el mundo no piensa. Si el hombre quiere devanarse los sesos, allá él y que no moleste. Yo en realidad soy amigo del hombre, pero soy, al mismo tiempo, enemigo de los hombres. Y si hundo y aniquilo a mis enemigos, lo hago con gusto y porque me da la gana, pero no por eso me van a venir con que soy malo, y mucho menos con que soy bueno, por el hecho de que tiendo la mano a quienquiera que me da la gana. Usted sabe, yo no hago lo que hago por bueno ni por malo, sino que lo hago sencillamente porque me da la gana. A mí no me interesa hacer méritos para ir al cielo, ni tampoco temo irme de cabeza al infierno. Soy íntimo amigo del mundo, y mal haría en resentirme con el mundo si no me sonríe y no me tiende la mano...

A esta altura, con las buenas razones que yo tenía para sentirme deprimido, trataba de disimular cierta inquietud, por lo mismo que el verdadero motivo que me había llevado a visitar a Víctor Castillo era pedirle cierto favor, y a ese paso, no terminaba por animarme a abordar el asunto.

Por otra parte, me esperaba una larga caminata, de por lo menos tres kilómetros en descampado para llegar a Obrajes y conseguir un vehículo, y la noche estaba oscura y amenazaba llover.

Además, estaba un poco borracho, y como te-nía en mi conciencia que de borracho pierdo total-mente los estribos, me sentía un poco inseguro.

En estas y las otras, a medida que iban pasando los minutos, la incertidumbre en que me hallaba subía de punto, y habiendo llegado el momento en que no me quedaba más remedio que poner punto final a mi visita, me dispuse a retirarme.

Sin embargo, el dueño de casa me atajó, rogándome que me quedara un rato más.

Y esto fue providencial. Sin esperar un instante y armándome de valor, le espeté mi petición.

Necesitaba una cantidad más bien crecida; debía pagar el alquiler de la casa, de seis meses vencidos, y tenía otras deudas urgentes; pues habiéndoseme vencido una letra, ya hacía tiempo, desgraciadamente, me amenazaban rematar mis bienes.

Se lo expliqué en breves palabras. Escuchó en silencio.

Al cabo requirió concisamente: —Usted dirá cuánto necesita. Se lo dije. —Catorce mil bolivianos.

Mucho me temía una negativa; en la época del sucedido que aquí se relata, era mucha plata

—una suma con la que tranquilamente se podía vivir un año.

Sin embargo Víctor Castillo, inesperadamente, dio grandes voces llamando al sirviente, y mandó encender la vela.

Una vez hecho esto, me miró y dijo:

—Cómo no. Usted ya sabe: a los enemigos, palo y chicote; a los amigos, el corazón. Tenga la bondad de abrir el tercer cajón de la cómoda; hay fajos de mil, en billetes de cien. Saque la plata.

Obedecí al instante. Primero puse la vela sobre la cómoda, y luego de abrir el tercer cajón, asombrado con la cantidad de plata que se ofrecía a mis ojos, conté catorce fajos de un gran mazo de billetes, y se los mostré.

—Ah, ya —dijo con despreocupación—. Está bien.

No pude menos que ofrecerle un recibo, una letra, alguna garantía.

—Nada de eso —declaró secamente—. Estará usted loco. Siéntese y charlemos tranquilos un rato.

Me acomodé en el baúl que me servía de asiento y proseguimos charlando —cuando no sobre sus enemigos, sobre el bien y el mal, y otros o parecidos temas.

Finalmente, llegado el momento de partir, en vista de lo avanzado de la hora, me puse de pie para despedirme, sin descuidar empero el paquete de plata que estaba ya envuelto en un periódico.

Víctor Castillo, en respuesta a mis palabras de agradecimiento, dijo de sopetón:

—Olvídese de la deuda, hágame favor —y luego, a tiempo de darme la mano, añadió con tono socarrón—: Pero, siempre que pueda, venga de vez en cuando para charlar un poco, mi dilecto amigo.

Pasado algún tiempo, apareciera yo en su casa, una tarde, llevando una parte de la plata que le adeudaba.

Mas él no quiso saber nada.

—Ya se lo dije —declaró categóricamente—. Olvídese de la deuda.

Víctor Castillo era de esos —un hombre extraño y original.

Durante los años que precedieron inmediatamente a su muerte, vivió en el más absoluto retiro, soterrado en sus propiedades vecinas de la región de Següencoma, sin asomar para nada a la ciudad.

Al final, hubo de ocurrírsele una idea: hizo testamento —y tal una idea desprovista de originalidad; sólo que, por expresa voluntad del testador, éste legaba todos sus bienes a los niños que habían quedado huérfanos por consecuencia de la masacre de Catavi.

Fin

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