Los niños siringueros

Oscar Alfaro

Era de noche y en medio de la selva del Beni, ardía una pequeña fogata, a cuya luz trabajaban dos niños. Estaban cociendo al humo una bolacha de caucho de gran tamaño.

—Eláy, hoy día he sacao bajtante goma. ¡Poquingo me faltó pa' igualar al viejo!...

—Tenemoj que trabajar duro, porque el pobre ta' tumbao por el mal.

Y en efecto, a pocos pasos de los muchachos se veía a un hombre tirado en el suelo, que deliraba por la fiebre.

—Oiga, déjeme ya...Si no puedo trabajar, déjeme ya... - Así hablaba el enfermo, mientras lanzaba los brazos al aire.

—No se levante, padre. Quédese quietesingo, que nosotroj trabajamoj por su cuenta - dijo uno de los muchachos. El hombre volvió a tenderse largo a largo y siguió roncando. El cielo relampagueó y comenzaron a caer unas  gotas  de  lluvia,  brillantes  como  monedas.

— ¡Diabloj! Si ejto nomaj faltaba: se viene la lluvia y hecha a perder la bolacha de goma.

— ¡Maj humo hombre! Apaga la llama y hace maj humo pa' acabar el trabajo.

Mientras uno de los niños levantaba el palo con la bolacha, el otro apagó el pequeño horno subterráneo, que comenzó a lanzar grandes bocanadas de humo.

—Así tá'güeno.

— ¡La   pucha   que   el  humo   me   tapa   loj   ojoj...!

—Aguanta  un  poco  que   se  viene   el   aguacero...

Ni bien acabó de decir esto, se desató la lluvia. Los niños siguieron trabajando afanosamente. El horno se apagó del todo y los niños levantaron la cara llena de angustia hacia el cielo.

— ¡Dejgracia nuejtra! ¡Se arruinó el trabajo, la bolacha ya no sirve...!

Y era así. Unas cuantas gotas de agua bastaban para echar a perder la goma en el instante del cocimiento.

—Tira la bolacha y metamoj al viejo que se ejtá mojando.

Lo alzaron de los pies y de las manos y lo metieron a la choza de palos.

La lluvia siguió cayendo toda la noche.

Apenas amaneció, los niños fueron en busca del patrón.

Este los vio llegar con las manos vacías y reclamó airadamente:

—Muchachos   ociosos,   ¿Dónde   está  la  goma...?

— ¡Qué goma patrón! ¡Si la lluvia lo echó a perder todingo!

—La disculpa de siempre. Hasta ustedes han aprendido a robar.

—No le robamoj patrón. Si quiere le mojtramoj la bolacha que se echó a perder. La puringa verdá.

—A ver la bolacha...

Uno de los niños volvió corriendo y se la presentó.

—Ahí la tiene ujté.

El patrón la examinó y la arrojó al suelo.

—Bueno, ahora no tienen pago.

—Ej cierto señor, sólo veníamoj a decirle que nuejtro padre ejtá enfermo y queremoj llevarle unoj remedioj.

—No se puede, me debe mucha plata.

—Pero, patrón, no lo vamoj a dejar que se muera. Él ej nuejtro padre.

—Aunque sea padre de Cristo. Estos siringueros se enferman, se mueren y nadie me paga sus deudas.

—Mire que no ej mucho. Sólo un poquingo de quinina.

—Bueno, lleven. Pero es lo último, ¿eh?

—Ta' güeno, patrón. Hajta mañana.

Cuando los chicos volvieron a su choza, encontraron a su padre tumbado boca abajo.

—Güen día, padre.

El hombre no les contestó, pero inesperadamente recogió todo su cuerpo y lo tiró hacia arriba.   Cayó estruendosamente del catre y comenzó a nadar por el suelo con desesperación.

— ¡Loj caimanej...! -gritaba, dando grandes brazadas.

—Sigue delirando.

—Ta'peor cada día.

—Siquiera el patrón noj lo dejara llevar pal pueblo.

—Ni pa'que pensarlo. Teme que se ejcape debiéndole.

— ¡Dejalmao de porra...!

—Ahora no podemoj dejarlo abandonao. Anda voj al trabajo que yo me quedo pa'cuidarlo.

—Ta' bien. Si sucede algo, trepa a la punta de un árbol y pégame un grito.

—Ta' güeno. Hajta la güelta.

—Hajta la güelta.

Los dos hermanos se separaron y el sol empezó a volar sobre la selva. Al anochecer, se escuchó un grito desgarrado corriendo entre los árboles.

Era el niño que llamaba a su hermano. El viejo siringuero se moría y en la voz del muchacho temblaba todo el dolor de aquel hogar proletario que la muerte quería destrozar. El hermano mayor llegó, rompiendo monte y se abrazó al cuerpo agarrotado de su padre.

—Corre p'ande el patrón y pedile algún remedio.

—Allá voy.

El niño volvió después de una hora, con la desilusión en el rostro.

—No quiere dar nada.

— ¡Malvao...! Vámonoj pal pueblo, allá lo hacemoj curar...

— ¡Vámonoj!

Pusieron patas arriba el catre de palos. Allí colocaron al enfermo   y   salieron   con   él   rumbo   al   pueblo.

—Vamoj mejor por el río, podemoj encontrar algún lanchón.

—Peligroso. Noj pueden sorprender el patrón o loj capatacej y noj toman presoj...

—No hombre, daremoj un rodeo pa' llegar a la playa.

Así lo hicieron, y al poco rato estuvieron en el río, a cuya orilla estaba amarrado un lanchón. Treparon allá y soltaron las amarras. Cuando se disponían a remar, la voz del amo  sonó como un disparo sobre ellos:

— ¡Suelten  los  remos!   Se  escapan  debiéndome... ¡Ladrones!

— ¡El ladrón ej ujté, que se enriquece con el trabajo de loj siringueroj!

—No se llevarán al viejo, es mío. Yo lo contraté por mil pesos.

— ¡Cállese, malvao! Loj hombrej no pueden ser de ujté.

No son caballos, ni bueyej  pa' que loj compre.

—Ademáj,   ya  pagó   de   sobra   con   su   trabajo.

— ¡Y con el de nosotroj...!

—Vámonoj puej...

— ¡Vámonoj!

— ¡No se irán! -El hombre se prendió a la embarcación con sus brazos velludos, pero los muchachos comenzaron a remar y lo arrastraron río adentro. Trató de subir, pero lo empujaron y   cayó ruidosamente al agua.

Allí se quedó chapoteando como un energúmeno.

— ¡Que el agua le lave la conciencia! ¡Viejo caimán...!

—y enfilaron hacia el pueblo lejano.

— ¡Hemoj salvao a nuejtro padre...!

— ¡Y hemoj recobrao la liberta!

Y el sol salió por el horizonte del río, bendiciéndolos con su claridad.

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