La muerte de la palmera

Hugo Villanueva Rada

"Cuentos de Riberalta"

Lo que aquí se cuenta ocurrió en la localidad de La Cruz -hoy Riberalta-, hacen ya muchos años. El crimen estremeció a los, aproximadamente, cuatrocientos habitantes del pequeño poblado donde todos se conocían y todos eran amigos. Fue un crimen pasional, el primero que se cometió en La Cruz.

Para aquellos que creen en la reencarnación, este relato será motivo de meditación y, tal vez, hasta para aquellos que niegan esta teoría o creencia. La teoría -digamos así- de la reencarnación, dice que después que el alma abandona su envoltura física, cuando una persona muere, queda vagando en el espacio, buscando un otro cuerpo para darle vida. Puede tratarse de un ser humano, un animal, una planta, etc. Ahora me concretaré a relatar lo que ocurrió en La Cruz. Esta es la historia.

Juan Manuel, un joven oriundo de Santa Cruz de la Sierra veinticinco años de edad, un camba bien plantao que había llegado hacía poco tiempo, se había ganado la amistad y la simpatía de los habitantes del lugar.

María Dolores -quince años-, chiquilla hecha mujer, hija de padre s crúcenos, era la más hermosa hembra que se pudiera imaginar. Llevaba el calor del trópico en las venas, y el embrujo de la maraña ardiente de la selva amazónica, en la mirada.

La primera vez que ambos se encontraron en la calle, se estremecieron; sintieron que un puente de mutua atracción se tendía entre los dos. Ambos detuvieron su caminar al mismo tiempo y, sin hablar, sus ojos cruzaron un puente lleno de luminosidad, algo, hasta ese momento, desconocido para ellos.

Y eso fue todo. Juan Manuel quiso decir algo, pero no pudo; un nudo de emoción, jamás sentido antes, no lo dejó pronunciar cualquier palabra. Alguien, una voz de mujer, gritó el nombre de María Dolores, y el encanto se rompió. La hermosa niña bajó los ojos y, con el rubor en las mejillas, se alejó casi corriendo.

Juan Manuel se dirigió a la tienda donde trabajaba como contador, sin contestar el saludo de los amigos que encontraba en la calle, pues ni siquiera los escuchaba. Su mente, sus pensamientos, estaban llenos con la imagen de la hermosa niña, y se decía:

—      Será mi mujer; me casaré con ella y la amaré hasta más allá de la muerte. Si ella no me quiere, la vida ya no tendrá sentido para mí.

María Dolores había sentido lo mismo que Juan Manuel, algo que sólo los privilegiados sienten: el flechazo del amor para toda la vida. Se conocieron en una fiesta y al tercer encuentro hablaron de su amor.

—      No quiero perder el tiempo, María Dolores; deseo que nos casemos de inmediato.

—      Yo también. Tenes que hablar con mis padres.

—      Sí, mi amor; esta noche iré a tu casa a pedirte.

Los padres de María Dolores recibieron con amistad y cortesía al joven contador. Como en tan pequeña localidad todo se sabía, o casi todo, ellos ya tenían conocimiento de los encuentros de su hija con el joven, y accedieron al pedido de matrimonio, fijándose la fecha de la boda para de ahí a un mes.

Era la víspera del día marcado para el matrimonio, y al entrar Juan Manuel a su cuarto, en la pensión donde vivía, vio un sobre encima de la mesa. Estaba dirigido a él, con una letra desconocida y que le pareció, más bien, desfigurada. La abrió y las manos comenzaron a temblarle a medida que se enteraba del contenido. El papel decía lo siguiente:

Pobre ingenuo: te vas a casar con una pelada que te la hace. Mientras vos te despedís de tu futura delante de sus padres a las diez de la noche, la muy picara se encuentra más tarde en su canchón con uno que sabe saltar el muro muy bien. Y que es amigo del perro, ja, ja, ja..."

No había ninguna firma; era un anónimo. Pero hizo su efecto. Juan Manuel comenzó a temblar y sintió fiebre. Se agarraba la cabeza con desesperación. ¡Eso no era posible! ¡Si María Dolores lo amaba tanto, sentía por él la misma pasión, la misma locura que la que él sentía por ella! Ella se lo demostraba a cada momento...

Pero el anónimo maldito sembró la duda, que se fue agrandando y agrandando, en la misma forma como el río Beni cuando crece y se inunda, desbordándose y arrasando con todo lo que encuentra a su paso.

Juan Manuel tentó el bulto del revólver 38 en su bolsillo. Se disponía a salir cuando entró la dueña de la pensión, una viuda de unos cuarenta años y en muy buen estado todavía, que se le vivía insinuando de todas formas al muchacho que, por lo visto, estaba ciego; al menos, en lo que a ella tocaba.

—      Don Juan Manuelito, su cena está lista. Le he preparado un masaquito con queso, de chuparse los dedos, con un buen bife y güevos fritos, además de una cafetera llena de un cafecito recién destilado.

Doña Rita -así se llamaba la dueña de la pensión- le habló al aire, pues Juan Manuel ni siquiera la escuchó. Después de palpar nuevamente el revólver que, como era costumbre en aquel tiempo, siempre cargaba, se dirigió a la puerta con una mirada de hipnotizado, y doña Rita, que vio que se le iba encima todo trastornado como se le notaba, se apresuró a saltar a un lado para no ser atropellada.

Juan Manuel salió a la calle decidido a matar al hombre que le robaba a su joven novia; se la robaba de forma villana, en la oscuridad de la noche. Aquel desgraciado no se iba a reír más de él. ¿Pero cómo averiguar quién era el miserable? Juan Manuel tenía una idea.

Era una hermosa noche, con las calles de La Cruz iluminadas solamente por el brillo esplendoroso de la luna y las estrellas y, esporádicamente, por la luz de alguna lámpara a kerosén, que se filtraba a través de alguna puerta o ventana. Noche azul, noche hermosa; una noche para amar, no para matar; pero esto no lo sabía Juan Manuel, quien se encaminó a casa de su novia. Tenía -quién no- un silbo convenido para llamar a María Dolores.

De la esquina de la calle le silbó, y en menos que canta un gallo se enmarcó en la puerta de la casa, la silueta perfecta de la preciosidad de chiquilla, mujer, hembra llena de promesas, que era su novia. Al día siguiente sería su mujer para siempre. Se vino caminando hasta detenerse, casi rozando con su cuerpo al joven, sonriendo:

—      Hola, qué bien que viniste. Pero que seriote estás, ¿pasa algo?

—      Necesito hablarte, María Dolores. Vamos p'a la plaza --llegaron a la plazuela y María Dolores se sentó en un banco.

—      Sentate a mi la'o, Juan Manuel, Te doy un campito. —No, gracias, no he venido a sentarme.

—      ¿Pero qué le pasa a éste? ¿Podes decirme qué bicho te ha pica'o?

Rugiendo de rabia contenida, Juan Manuel le tendió violentamente el papel que había recibido:

—      ¿Qué me decís a esto? -y le tiró sobre la falda el anónimo.

La hermosa luna parecía alumbrar con exclusividad a los jóvenes enamorados y, a la luz de la misma, la muchacha leyó lo que estaba escrito en el papel. Se puso pálida.

—         Y bien, ¿qué es lo que vas a decir ahora, desgraciada?

Y agarrando a la joven por ambos brazos, la sacudió con fuerza. María Dolores sintió la rebeldía de la mujer de raza, de la hembra honrada a quien se condena sin escuchar. De un tirón se soltó de las manos del hombre, y lo miró fríamente:

—      Lárgame, desgraciado, que todavía no soy tu mujer, ni nunca he sido tu amante. Si esa es la clase de hombre que sos, prefiero que terminemos en este momento.

—      Claro que querés terminar. Esa es la prueba de que es cierto lo que dice el papel. Pero lo voy a timbrar con un balazo a ese desgraciado, y va ser ahora mismo. Decime en este momento cómo se llama el maldito a quien le has dado lo que no has querido darme a mí.

Sin que el mismo Juan Manuel se diera cuenta, el revólver ya estaba en sus manos temblorosa. La mujer que lo miraba sentía, si es que eso era posible, aún más furia que él. Rabia, desilusión, el desencanto de la niña que por primera vez siente la pasión de la mujer, y ve derrumbarse al ídolo.

—      Y todavía, después de insultarme, como si fuera poco, ¿te atreves a sacarme un revólver?

Y agarrándose a la mano del hombre forcejeó para quitarle el arma y, en ese tira y afloja, se escapó un tiro. María Dolores dio un quejido ahogado y se dobló sobre sí misma, cayendo poco a poco al suelo. La mano de Juan Manuel soltó el arma que, con ruido sordo, cayó al piso. Ante la desgracia que estaba pasando, todo el rencor de Juan Manuel desapareció. Se arrodilló y pasó el cuerpo de la niña, del suelo a sus brazos.

—      María Dolores, mi amor, perdón, perdón, no quise hacerlo. Te amo y te perdono que me hubieras engañado con otro hombre.

La muchacha, cuya herida casi en mitad del pecho había dejado escapar un chorro de sangre que había hecho ya un charco en la tierra, abrió los ojos. Parecía muy cansada cuando movió los labios con dificultad:

—      Tonto, no tenes nada que perdonarme... lo que dice ese papel es una calumnia... no existe otro hombre... nunca existió... tú lo eres todo para mí... y me has herido, pero... pero... igual... yo te amo para... para siem...

Juan Manuel sintió el estremecimiento del cuerpo de María Dolores, y después la quietud del cuerpo inerte en sus brazos. María Dolores estaba muerta...

Nunca se supo quién escribió el anónimo. Se sospechó de una mujer, posiblemente celosa del joven, pero no se pudo probar nada. Juan Manuel tuvo atenuantes y se lo dejó en libertad, teniendo como cárcel el pueblo. Y desde entonces, de doce de la noche en adelante, si algún trasnochador pasaba por la plaza, buscaba ir por el otro lado para no pasar por el lugar del crimen. Pero en las noches de luna no podían dejar de ver, en el lugar exacto en que había sucedido la tragedia, el bulto encorvado de un hombre cuyos sollozos estremecían la noche.

Y sucedió algo que dio mucho que hablar a los habitantes de La Cruz. En el mismo sitio en que fue derramada la sangre de la hermosa virgen, nació una planta que fue creciendo y creciendo hasta convertirse en una hermosa y cimbreante palmera. Pero lo curioso era que, si se la observaba del lado en que sale el sol a una determinada hora del día, producía un estremecimiento en el observador, pues el juego de sombras ocasionado por la luz, hacía que se distinguiera claramente, en el tronco de la palmera, un cuerpo perfecto de mujer. Y hay algo más. Hasta hace poco, los trasnochadores y borrachos que pasaban por la plaza principal de la antigua La Cruz -hoy Riberalta- en noches de luna, escapaban asustados cuando, de pronto, el ruido del viento en las hojas de la palmera, creciendo en intensidad, se convertía en el llanto, en el quejido lleno de angustia, de una voz joven de mujer...

Pero esa palmera que hasta hace muy pocos años estuvo dando su sombra a los enamorados, ya no existe. El progreso tiene, a veces, un precio muy caro. Una disposición municipal ordenó su derribo.

No hay explicación lógica para lo que ocurrió ese día. El hombre encargado de derribarla llegó con su hacha, más o menos, a las tres de la tarde. El día era bonito, cielo despejado y un sol radiante. El hombre llegó junto a la palmera, la contempló con mirada especulativa, evaluando su dureza, se escupió las manos y agarrando el hacha, la revoleó por encima de su cabeza y descargó un tremendo golpe en el tronco. Inmediatamente retrocedió, confuso, como aturdido:

—      ¿Qué pasa aquí? Me pareció escuchar un grito de mujer.

Largó otro violento hachazo y de nuevo el hombre retrocedió asustado.

—      ¿Usted no ha escuchado un grito de mujer? –preguntó a una persona que en ese momento pasaba por ahí.

—      No escuché nada, mi amigo. Ni siquiera se ve a una mujer por aquí -y el hombre siguió su camino.

—      Bueno -se dijo entonces el hombre del hacha-, creo que estoy oyendo cosas. A mí me pagan para tumbar la palmera y la voy a derribar ahora mismo.

Y pasando del dicho al hecho comenzó a descargar hachazo tras hachazo, apretando los dientes y diciéndose que no eran verdaderos los gritos, verdaderos alaridos, que escuchaba, que era su imaginación que le estaba haciendo jugarretas.

Y de repente ocurrió: un último hachazo, y la palmera comenzó a inclinarse; primero lentamente y después ganando velocidad hasta estrellarse violentamente contra el suelo. El hombre se tapó con desesperación los oídos ante aquel grito infrahumano que escuchó.

En la calle, en las casas, todos pararon, sobrecogidos, sintiendo que se les paraban los pelos del cuerpo ante aquel grito desesperado que repercutió en toda la ciudad.

Y justo en aquel momento -un fenómeno que por primera vez ocurría en Riberalta- comenzó a caer granizo. Y el granizo siguió cayendo y cayendo sin parar...

Nadie supo explicar el fenómeno, pero yo todavía pienso que eran las lágrimas de María Dolores, la hermosa niña que murió virgen por haber amado tanto.

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