El ceramista ciego

Raúl Botelho Gosálvez

Al norte del lago Titicaca, camino del Cuzco, encostrado sobre la tierra parda se encuentra un pequeño pueblo de artesanos dedicados por secular tradición a la cerámica. Se llama Pucará y no tiene más de mil habitantes. Allí por muchas generaciones los padres heredaron a sus hijos los secretos de la cerámica. En modestos alfares tornean cántaros, ollas, platos, vasijas de fina greda pulida que después cuecen en hornos construidos y orientados para que absorban bien el viento serrano, y mantengan ardiente la ampolla genésica donde el barro desaparece a través del poder dominante del fuego, para convertirse en terracota. Esa cerámica no es mejor ni peor que la que se fabrica desde tiempo inmemorial en el ámbito de lo que antes fuera el Tawantinsuyo. La que dio fama a Pucará son las pequeñas figuras de toros, caballos, cóndores, llamas, pumas, zorros, unas veces con esmalte vidrioso, otras opaco, con adornos de grecas pintadas en color oscuro sobre aplicaciones de alto relieve, como es la originalidad de su estilo.

El prestigio de los ceramios pucaranenses trascendió desde las viviendas campesinas de los contornos —cuyos habitantes adheridos al nutricio cordón umbilical de la Pachamama, gustan acoger bajo su techo, por superstición y por cariño, esa especie de tótems zoomorfos conectados con su cotidiana vivencia de agricultores—, hacia todo el Perú y los países vecinos, singularmente a Bolivia, donde son bien cotizados en las ferias.

En Pucará el más hábil y sobresaliente ceramista, famoso por la gracia artística de sus pequeñas figuras, modelo para muchos artesanos, era Mateo Quispe. Pero tuvo la desgracia de que cerca de la ancianidad una grave oftalmía purulenta, que el brujo local no pudo curar, lo dejase ciego, sumiéndolo en la oscura desesperación de todo el que pierde el tesoro de la luz. Para ganarse el pan de cada día el pobre maestro hubo de recurrir a la mirada táctil de sus sensitivas manos. La ceguera parecía haber agudizado sus sentidos y aumentado su capacidad creativa. A él acudían aprendices de ceramistas, para conocer los arcanos de la buena técnica, inclusive artesanos curtidos por la experiencia iban a consultarle.

Desde su lejano pueblo, encuevado en una salvaje rinconada de los Andes de Bolivia, donde el poderoso Illampu empotró sus inmensas patas de bello monstruo geológico, un día vino a Pucará el joven aymára Martín Tintaya. Llegó directamente al taller del maestro Mateo Quispe trayendo una muestra de su trabajo de modelador empírico, consciente de que su futuro estaba en la cerámica, pues ya algunas pequeñas piezas las había vendido en la Feria de Alasitas de La Paz. Lo que trajo era un pequeño toro, modelado con greda tan fina como el caolín para la porcelana.

El viejo maestro ciego palpó con expertas manos la pequeña figura. Suavizando lo mejor que pudo sus palabras, con bondad y comprensión dijo a Tintaya que aquello carecía de gracia y fuerza, porque estaba hecho sin amor, sin sufrimiento, sin pasión, sin el toque de talento que surge cuando hay inspiración. Era un trabajo vulgar, igual al que cualquier aprendiz de alfarero pudiera modelar como pasatiempo. Eso no era arte, pero había materia para que lo tosco se pula y comience su ascenso a la belleza.

Pensando que su crítica lo había desanimado, Mateo Quispe apresó entre las suyas una mano del joven Tintaya y le rogó que buscase sin descanso un mayor conocimiento de los toros, para después interpretarlos con su arte de artesano:

—Toda figura creada por el hombre debe tener un alma. Debes robar el alma del toro para llevarla a la obra que estás creando — le dijo bamboleando su pesada testa cubierta con un "chchu-llu" de colores.

—Los animales no tienen alma, maestro — respondió con voz desconfiada Martín Tintaya.

—El alma del toro será tu propia alma, si es que de veras vas a ser artista. Pon tú alma en lo que creas, sólo así serás verdadero... De cierto te lo digo...

El aprendiz comprendió, y tras de despedirse empezó a meditar, inquietado por las palabras del ciego.

Vagó por las estrechas, asoleadas y polvorientas callejas de Pucará, mirando los talleres en cuyas puertas se exhibían para la venta millares de piezas de cerámica, producto de la industria lugareña. Sin duda él podía hacer algo menos rústico y comercial, más próximo al arte que a la artesanía vulgar. Para eso era menester que, si iba a modelar un toro, conociese mejor a los toros, se familiarizase con ellos hasta poder amarlos plenamente, como le aconsejó el maestro Quispe.

En primer lugar, iría al pueblo de Kanas, cuya fiesta decían que era muy original. Presenciaría la corrida de toros bravos, literalmente cabalgados por cóndores salvajes que la víspera los indios habían capturado en las alturas de la cordillera, metiéndose en hoyos camuflados, provistos en la abertura de una suerte de parrilla armada con palos donde estaba la carnada, un buen bofe de carne de cordero. El cóndor ave imponente pero estúpida como un aristocrático y degenerado monarca, asomaba a comerse la carnada. Más ahí estaba el astuto campesino para agarrarlo, literalmente, por las patas. Luego lo conducían embolsado al pueblo, para más tarde atarlo montado sobre el toro destinado a la corrida. Así capeaban los toros los campesinos de Kanas. Por otra parte, ellos sabían que muchas veces los cóndores mataban a los toros por desangramiento, picoteándoles, implacables, la cerviz. En tales ocasiones la muerte del toro era celebrada con alegría, como si fuese simbólica demostración de que la fiereza de la heráldica ave americana, imagen de la libertad, había vencido al toro, que representaba para ellos al conquistador español, emblema de la dominación y destrucción del Imperio incásico.

En todo caso, los toros enloquecidos por el cóndor que llevaban adherido a su espalda, eran bestias bramantes y coléricas que mataban a quienes, ebrios de alcohol y de coraje, se atrevían a capearlos. Cuantos más indios o vecinos morían, mejor augurio para las futuras cosechas.

También otra razón impulsó a Martín Tintaya para salir de Pucará. Dos años atrás había des-posado a una viuda rica que le llevaba bastante edad. Era avara y lasciva, fea y celosa. Aquel desigual matrimonio sirvió al joven para saldar una deuda que tenía contraída con la viuda, cuando por accidente embarrancó un buey que le había alquilado para labrar un terrazgo. Corno Tintaya era pobre, muy pobre, la única escapatoria que tuvo para evitar que le llevasen preso fue casarse con su acreedora. A partir de entonces su existencia se volvió intolerable. No obstante, como era gran charanguista, se evadía con su música, merced a la cual había conquistado a Sabina, joven y atractiva vecina; soñaba, además, con llegar a ser el mejor ceramista de la región.

Cuando Martín Tintaya decidió viajar, la única que lo supo fue su amante que en vano intentó disuadirlo con lágrimas y ruegos. No era razonable, sino una locura, que la abandonase para ir en pos de algo tan quimérico como el alma de los toros.

Martín con el acicate que lo inquietaba desoyó todo y diciendo a su mujer que iba cerca y regresaría a la noche, una madrugada casi de manera furtiva abandonó el pueblo. Sin dificultad al día siguiente cruzó la frontera y se encaminó a Kanas, más allá del Cuzco, en la abrupta sierra.

* * * * * *

Una marea de gente burbujeaba en el pueblo de Kanas. Habían llegado de muchas partes millares de campesinos para asistir a la mentada corrida de toros. Antes habría misa solemne, procesión del Santo patrono del pueblo llevado en andas por sudorosos labradores y autoridades, juegos de azar y muchos sitios para comer y beber, sobre todo para beber chicha, cerveza, aguardiente, algarrobillo... ¡Música, danza, borrachera, cohetes y cohetillos, puñetazos y, lo mejor de todo, la corrida de toros!

En sus oscuros corrales mugían los toros que algunas comunidades trajeran la víspera, para escoger los más bravos y destinarlos a la corrida. También estaban los cóndores cautivos.

La plaza principal estaba despejada. En sus cuatro esquinas habían armado barreras con palos, troncos, alambres y sogas. Detrás la gente se acomodaba como quería. Los balcones de las casas que daban a la plaza estaban repletos de espectadores. Iban a soltar el primer toro y en peligroso ajetreo dentro de los corrales experimenta-dos preparadores cumplían la arriesgada tarea de sujetar a los cóndores sobre los toros.

De súbito, sin anuncio alguno, de un zaguán salió el primer toro. Era un huracán de cólera y músculos que corría, desalado, embistiendo el aire para tratar de liberarse del cruel y alado jinete que, zarandeado y furioso, picoteaba sin cesar su ensangrentado morrillo. Los indios que entraron en el improvisado ruedo agitaban sus ponchos o huían asustados. El toro embestía y pasaba, ciego y violento, para volver de nuevo a atacar a tan torpes toreros que querían demostrar su temple. Pocos eran los que alcanzaban a dar un pase de capa o poncho, los más rodaban por el suelo, a empellones, gritando y largando gruesas interjecciones. Otros, menos ágiles o más ebrios, recibían cornadas. Era un caos de valentía y estulticia. El toro y el cóndor nada podían con la agresiva muchedumbre. Poco a poco declinaron las embestidas y, por último, el toro con el cóndor maltrecho y zamarreado encima, se detuvo, ya sin ganas de pelea. Sangraba y mugía sordamente. Le enlazaron, desataron al cóndor y el toro fue arreado para regresar al encierro...

Martín Tintaya había mirado absorto, sin animarse a entrar en la plaza, inseguro por el gentío que en oleadas escapaba o atacaba al toro. Y del toro que corneaba y el cóndor que picoteaba. Existía para ambos una suerte de doble martirio, pero no faltaron toros que enfundaron sus agudos pitones en la carne cobriza de los indios menos prudentes.

Hubo tres muertos y muchos heridos... ¡Gran fiesta! Las cosechas serían espléndidas, el ganado pariría muchas crías... Los cóndores, libres de ataduras, fueron llevados por los indios al borde de un barranco y de allí alzaron el vuelo, humillados y con las plumas caudales medio rotas, hacia sus nidos de piedra en la cordillera.

Aunque el espectáculo era fuerte y de una belleza bárbara, no satisfizo a Martín. No comprendía por qué el gentío, envalentonado por el alcohol y la impotencia del toro impedido por el cóndor que embarazaba su carrera y le despedazaba el lomo con su acerado pico, se ensañaba con la noble bestia, dándole capotazos y ponchazos, y cuando no, algún azote con los largos látigos que traía.

Cayendo la noche tomó, pasaje en un camión y abandonó Kanas; hacia la madrugada penetró de nuevo en su patria por Puerto Acosta sobre el azulenco Titicaca.

No volvió donde su mujer en el pueblo. No quería, tampoco, el encuentro con la Sabina. Ambas sólo eran pretexto para engañar a la sacramental soledad del artista. Viajó por diversos sitios, asistiendo a nuevas corridas de toros en pueblecilios tristes y abatidos del altiplano. Presenció el "waca-tokori" y el "waca-waca", danzas totémicas, simulacros caricaturescos de la corrida de toros, sumida en los huesos profundos del folklore nacional.

Mientras viajaba, a cambio de comida y aloja-miento, hacía pequeños trabajos de albañil, carpintero, mecánico, pintor, o ayudaba a cosechar y barbechar la tierra. También tocaba el charango en reuniones de amigos y serenatas. Pero su obsesión, metida sin dormir dentro del tuétano del alma, era su obra. Sus dedos modelaban el aire, dirigidos por un pensamiento mudo y secreto.

Supo que en las ardientes y verdes llanuras de Moxos solían efectuarse corridas de toros. Agenciándose algún dinero viajó por avión a San Ignacio, pueblo que restaba de una antigua Misión jesuita en el trópico beniano. Miró allí otra forma de participación del toro. Los rudos vaqueros montaban poderosos toros, pretendiendo domar-los, pero todos caían derrumbados por los violen-tos, corcovos. Los jinetes solían quedar corneados y maltrechos. Más también los capeaban mozos envalentonados por el "jurhechi" y la estimulante presencia de bellas mujeres. Observó a los mójeños cómo bailaban la danza del "toro-torito"... Allí también contempló turbulentas manadas de toros guampudos y de cebúes jorobados, pero no hallaba a "su toro".

Luego de dos meses en la llanura tropical decidió regresar a su pueblo, pero antes iría a la ciudad de Lima a mirar por primera vez una verdadera corrida de toros en la famosa Plaza de Toros dé Acho, de la que mucho le platicaron. Allí le dijeron que solían consagrarse grandes matadores de re-nombre mundial y se lidiaban los más bravos toros de raza, criados en el Perú, México, Venezuela y Colombia, ilustres ganaderías que peleaban hasta morir, sin dar ni pedir cuartel...

* * * * * *

Como le era usual, Martín Tintaya viajó a Lima sin pasaporte ni dinero; era indio y no entendía ni respetaba la división territorial existente entre su país y otros que formaron parte del extinguido Tawantinsuyo. Esta vez minaba su pecho una profunda Inquietud, pues presentía algo inesperado, mordía su ánimo una especie de premonición, pero no sabía explicarse nada. Hacía tiempo que la greda había escapado de sus manos, pues sólo su imaginación daba a sus dedos una suerte de mágicos y voluptuosos movimientos modeladores, creando formas en una greda inexistente.

En Lima grandes carteles anunciaban la temporada taurina. Por avión habían traído estupendos Miuras, Altamiras, Domecqs para las corridas. Llegaron toreros de fama.

Espoleado por su afán de ser alguien mediante algo, Martín Tintaya angustiado por la frustración del tiempo transcurrido sin salir de la mediocridad de su vida mezquina, como buscando al destino consiguió con maña y diligencia ingresar en la Plaza de Toros, ayudado por un amigo peruano que trabajaba como monosabio.

El domingo, desde que el alba despuntó, neurasténica, bajo el cielo caliente y plomizo de la ciudad virreinal, había gente alrededor de la famosa arena. Antes de las cuatro de la tarde los tendidos del enorme ruedo estaban colmados de público. A la hora señalada el Juez de Plaza en su palco agitó un pañuelo blanco y se dio comienzo al espectáculo. Una banda de claros metales empezó a tocar un clásico pasodoble torero, en tanto que la multitud se agitaba en medio de un vago rumor a tiempo que salía a la plaza la cuadrilla de toreros, precedida por los tradicionales alguaciles, jinetes en preciosos caballos peruanos de paso, que parecían llevar el compás del pasodoble con los remos delanteros. Marchosos y elegantes, con trajes y capotes bordados con hilos de oro, plata y lentejuelas, el rostro serio bajo las negras monteras, iban los matadores, banderilleros y demás toreros; al costado, cabalgando flacos jamelgos destinados a ser despanzurrados, iban dos picadores. Por último, marchaban los humildes monosabios vestidos con blusas y gorras de per-calina verde.

Cuando el agudo toque de clarín dispuso que el toril sea abierto para dar paso a la primera fiera de lidia, Martín Tintaya logró colarse entre toreros y monosabios hasta alcanzar la barrera que cerraba el ruedo. Tenía enfrente la negra boca del toril, por donde salió bufando, con la roseta de la divisa clavada en el morrillo, un hermoso ejemplar de toro.

El público, "la verdadera fiera", comenzó a bramar de placer en cada una de las suertes en que los diestros se lucían, entusiasmados por el clamor de los "¡Ole!" que premiaban sus faenas.

Tintaya contemplaba con tensa admiración el espectáculo. Al mirar al toro de lidia sentía que en sus yemas iba tomando forma la imaginaria figura de su toro ideal. ¡Sí, aquel toro negro, ese "rumor de sangre airada", monumento de lustrosas astas punzantes como espadas, esa media tonelada de valentía que hacía temblar el suelo enarenado, embistiendo capas y barreras, era el toro. Su majestad el toro y su pujante señorío que como una incandescente masa huracanada envolvía con su aliento el esbelto y eléctrico burlar del matador, que en mortal y esquiva fuga de alhelí de acero quebradizo, con sus delgados pases, entre verónicas y gaoneras, picas y banderillas, iba rumbo a la muerte del toro o del torero!

Cuando la espada en forma limpia encajó la muerte dentro de la noble y negra tempestad del toro, y éste se desplomó entre vómitos de sangre, el joven Tintaya sintió una agria y torva pena. Sin decir nada, ni desear continuar mirando el espectáculo, abandonó la plaza y se marchó a la pensión donde estaba alojado.

Esa noche, provisto de greda y espátula, como sí una huraña fiebre le acosara, tembloroso comenzó a modelar lo qué captó del toro,

* * * * * *

Un mes más tarde Martín Tintaya asomó de nuevo por Pucará, llevando consigo, cubierta con un paño, su cerámica, encaminándose al taller del Maestro Mateo Quispe. Entregó la pieza al ceramista ciego y aguardó con ansiosa expectativa.

—Aquí está, maestro, lo que me has pedido...— dijo.

Con moroso cuidado el ciego palpó la pequeña escultura y sus facciones se iluminaron de alegría. Luego habló lentamente:

—Cuando yo veía y mis ojos admiraban la luz y gracia del mundo y sus criaturas, siempre soñé con modelar un toro así. Es como esos misteriosos toros que bramando en la cordillera crean los truenos, y cuando embisten rocas y derrumban paredes de hielo, hacen nacer la luz violenta de los relámpagos... ¡Ese es el toro, hijo Martín Tintaya, y tú eres el artista que se ha encontrado...! Te envidio y te felicito...

Fin

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