Hermanos de leche

William Bluske Castellanos

Orillas del Río Pilcomayo, a la altura de Villamontes y frente a San Antonio, Néstor el bolichero, armó una ramada en la que vendía pescado en todas sus formas: al horno, frito, relleno, a la parrilla, a la cazuela, en fin, como quiera el cliente. También vendía vino tinto y vino blanco, por copas, por jarras y por damajuanas de diez litros, todo de una sola bodega Argentina. El tinto entraba raspando y diluía cualquier grasa que causara colesterol, así decía el bolichero a los parroquianos, y el blanco era más selectivo y solo suavizaba el pescado. Tenía Néstor otras bebidas como anís "Cuatro hermanos" y caña paraguaya, según él todas muy buenas para asentar la comilona y evitar indigestiones. En ese marco pintoresco, donde se concentraban arrieros, y vecinos de la región, me encontraba íntimamente ligado al vino, al pescado y a las amables tertulias con los parroquianos, escuchando chistes, cuentos y relatos.

Ya entrada la noche, saturados de pescado y colmados de vino, don Ceferino, mayordomo del puesto ganadero de don Vicente, pide dos botellas de anís seco "Ocho Hermanos" del más fuerte, y diciendo: caballeros el que paga habla, así que me van a escuchar un relato que me tocó vivirlo y lo tengo que contar porque me aprieta la garganta por haberlo sujetado tanto tiempo... ¡Qué tiempos eran aquellos señores!, era antes da la guerra del Chaco, yo era chango ya casi para hacerme mocito y mi taita me llevó a la hacienda de don Vicente me entregó a él para que me enseñara a trabajar y me haga hombre de bien. No sé si me hizo hombre de bien pero a trabajar si que me enseñó y fuerte. Don Vicente ya era hombre grande, como de unos cincuenta años cuando menos, porque la barba ya le estaba cañando, vivía en el puesto en pleno monte cuidando su hacienda que ya era grandecita no más, tendría entonces unas mil cabezas de ganado, entre terneros, vacas, toros y bueyes, ¡qué ganado caballeros!... era de primera, el viejo era de tener. Su mujer, doña Guadalupe era guapa, alta de linda estampa y el viejo se miraba en ella, no tenían hijos y vivían los dos solitos en semejante caserón y velay que un día doña Guada no se sentía bien. Los vómitos no le pasaban, hasta que don Vicente, resolvió llevarla a Villa Montes para hacerla ver con el boticario que también era médico del pueblo, me ordena preparar todo para el viaje y al otro día ya todo listo ensillé los caballos y cargué una muía con los enseres y arrancamos no más para el pueblo. Salimos de madrugada del puesto y a la caída del sol llegamos a la hacienda de don Néstor donde pasamos la noche y, al día siguiente temprano llegamos al pueblo derecho a la casa de don Vicente. De inmediato mandó a las caseras a buscar al boticario para que la viera a doña Guada, salieron las mozas disparadas a la botica y al rato llegaron con el cuento de que se había ido a la capital del Departamento, a comprar remedios para la farmacia y tardaría unos quince días. Bueno dice el viejo, hasta que llegue el médico llámenla a doña Sipriana que es entendida en cosas de mujeres, vos chango ándate con los caballos y de aquí a un mes volvé para llevarnos, quizá la señora ya esté bien hasta entonces.

Cuando ya cabalgaba para irme, don Vicente me dice: Escúchame muchacho, decile a la Dolores que se haga cargo de todo, (la Dolores era la mayor de las sirvientas de don Vicente, ella crió a doña Guada), decile que haga curar los terneros y que siga haciendo los quesos, voz ayúdala y que el mayordomo ponga a los vaqueros a pastar las vacas y que sus mujeres ayuden al ordeñe. Bueno, vos sabes lo que hay que hacer y hacelo bien hijo porque con el tiempo vos vas a ser mi mayordomo general. Pierda cuidado patroncito, haré lo mejor que pueda... Y así caballeros, yo me fui al puesto de un solo tirón y al otro día tempranito, antes que salga el sol, ya estábamos con las vacas en el corral meta ordeñar no más, llenábamos hasta seis bateas de leche y antes de que se enfrié le poníamos la panchera (páncreas de vaca con sal y limón, ahumada muchos días que servía para cortar la leche) y hasta el medio día ya estaba la cuajada en los seis bateones y las mujeres se encargaban de sacar el suero y meter la cuajada en bolsas de lienzo que las colgaban de una viga para que se sigan exprimiendo, el suero les dábamos a los terneros, a los perros y a los chanchos, ¡cómo Engordaban los bichos!, En la tarde se salaba la cuajada con sal blanca gruesita no más y después de picarla en cubitos la metíamos en los moldes que eran como adoberas pero más altas, lueguito no más les poníamos las tapas y unas piedras grandes encima para prensar el queso y que siga escurriendo el suero y ahí se quedan los moldes por varios días, cuando ya está medio durito el queso se desmoldaba y se los llevaba a una estera para que se vayan secando durante una semana y cuando ya estaban oreados derretíamos grasa de vaca y los sumergíamos uno por uno porque pesaban dos arrobas cada uno, cuando el cebo se helaba quedaba una capa parejita para evitar que sequen demasiado, así quedaban en su punto y después se los llevaba a la despensa que se mantenía cerrada y oscura para mantenerla fría. Cuando terminaba la temporada de ordeñe se reunían hasta ochenta quintales de queso, entonces ya lo llevábamos en mulas a venderlo a Tarija y en los lugares por donde pasábamos, como Villa Montes, Caraparí, Entre Ríos y Santa Ana. De regreso se llevaba al puesto, pulpería, sal y todo lo necesario para el puesto.

Los quesos dé don Vicente eran famosos, se los llamaba los quesos de el Chaqueño y con el tiempo se llama "Chaqueño" a todo queso elaborado en la Provincia del Gran Chaco.

¡Qué tiempos aquellos compadre!..., Cuando Ceferino iba a continuar con el relato, uno de los parroquianos lo interrumpe diciéndole: Bueno Ceferino ya has hablado mucho así que paga otras dos botellas de anís para remojar el garguero (garganta) y seguir hablando. Ceferino pide dos botellas más de anís y después de un profuso brindis continúa Ceferino su historia:

...Y bueno, así nomás era la vida, no nos faltaba nada y teníamos buena paga, claro que trabajábamos lindo y antes de duro y parejo, pero el patrón era bueno y generoso, nos daba la pulpería a menos del costo. Al mes cabal me fui a recoger al patrón al pueblo, tal como me había ordenado. Y justo cuando llegaba a la casa, Don Vicente estaba saliendo con doña Guada y me encarga desensillar los caballos, darles agua y amarrarlos para que coman porque al día siguiente iría conmigo al puesto. ¿Y la patroncita no va a ir con nosotros? Le pregunté, no, no todavía, está esperando familia y el médico le prohibió montar a caballo, así que cuando ya nazca el changuito vendremos a recogerla, mientras tanto yo estaré entre el puesto y el pueblo, me dijo y se fue con doña Guada a su entrevista con el médico.

Así pasaron los meses y don Vicente estaba de idas y venidas para ver a doña Guada que estaba atendida por las caseras y una matrona amiga de la familia. Un buen día de esos, yo estaba ensebando unas sogas cuando a los lejos divisé unos jinetes a paso lento, cuando ya se acercaban pude distinguir a don Vicente con doña Guadalupe que traía en brazos, bien arropado al changuito.

Se armó gran revuelo en el puesto, los peones con sus mujeres, desfilaron a saludar a doña Guada y felicitarla por el chango deseándole mucha suerte, don Vicente sacó su vino tinto, el pinta puertas y les dio dos damajuanas para que fes¬tejen el regreso de la patrona, se volvió fiesta la cosa.

El changuito era tranquilo, robusto, no moles-taba para nada, pasaba todo el día bajo el mosquitero de la cama de su madre. Don Vicente me dijo un día, que como yo era de toda su confianza, cuando doña Guada saliera de la casa y él en el campo que dejara de hacer cualquier cosa y lo fuera a ver al changuito, así, yo lo veía unas cuantas veces todos los días. De repente empecé a notar que cada vez estaba más delgado pero seguía guapo.

Cuando hicieron la fiesta de la hierra, que era cuando marcaban el ganado, llevaron al cura y bautizaron al changuito con el nombre de Ignacio José, pero lo llamábamos Ignacio. Una mañana que doña Guada se fue a la cocina, yo fui a ver al muchachito, cuando levanté el mosquitero de su cuna lo encontré entretenido con una lampalagua ya grandecita, al verme la víbora se deslizó de la cuna y se perdió como relámpago por el patio. Alguien le preguntó a Ceferino que era una lampalagua y él contestó que era una especie de boa acuática propia de Sudamérica que llegaba a tener hasta dos metros de largo bastante gruesa, pero inofensiva, más bien era útil porque se comen todas las alimañas del lugar cuando son chicas, no dejan ratones en la casa y nadie les hace daño. Así que son como caseras. Cuando vi la víbora, me di cuenta porque Ignacio había enflaquecido, era que la lampalagua le mamaba a doña Guada cuando estaba dormida y ya no dejaba leche para el chango, tanta es la delicadeza de estos bichos que la madre no siente, de esta manera cuando Ignacio mamaba de una teta, la lampalagua ya estaba prendida de la otra cuando veía que la madre dormía, son animalitos muy inteligentes, así que Ignacio y la lampalagua resultaban ser hermanos de leche. Yo vivía cerrando huecos para que la lampalagua no entre al cuarto donde estaba el chico, pero ella encontraba modos para entrar a jugar con Ignacio.

De todo esto no sabía nada ni don Vicente, ni doña Guada, para que les iba a contar si además la lampalagua era una garantía porque no dejaba entrar ninguna otra víbora a la casa.

Conforme iban pasado los años, tanto Ignacio como la lampalagua iban creciendo juntos, porque Ignacio ya dormía solo en su catre en un cuartito vecino al de los taitas y la lampalagua se metía todas las noches en su cama y se iba a enroscar a los pies del chango y en la mañanita bien temprano se salía de la casa y se iba al pastizal al lado del atajado, donde se reunía el agua de lluvia para abrevar el ganado, era casi una laguna, Ignacio bautizó a la lampalagua con el nombre de Mimí y así la llamaba siempre y ella le salía al encuentro. Ya cuando Ignacio tenía cinco años se iba solo a jugar a los pastizales a orillas del atajado, rodeado de árboles y arbustos de todos los tonos de verdes, desde el más claro hasta el más oscuro, la llamaba silbando y ella aparecía serpenteando a toda velocidad y apoyándose en el chango se paraba en su cola y se trepaba hasta sus hombros acariciándole la cara, haciéndole cosquillas con su lengua bífida en las orejas, en el cuello y luego se le enroscaba en la cintura y entonces Ignacio se tiraba al suelo y empezaba a ro-dar con Mimí como si fuera un neumático de automóvil, así se paseaba toda la mañana jugando con la lampalagua y cuando don Vicente o doña Guada lo llamaban, salía corriendo del pastizal y la lampalagua le seguía a la misma velocidad hasta donde terminaban los árboles y empezaban los corrales hasta llegar a la casa. Cuando Ignacio se entraba a la casa la lampalagua se iba a meter al agua del atajado. En la tarde, después de la siesta de Ignacio. Ocurría lo mismo, jugaba con la lampalagua hasta antes de que se entre el sol y en la noche ya dormían juntos. Mayor hermandad no se podía concebir. Yo nunca me animé a contarle a don Vicente de la amistad entre la lampalagua y el niño porque ¿quién cuidaba al chango sino la lampalagua?

Por otra parte estaba más seguro con la lampalagua que con persona alguna, y después de todo ¿con quién iba jugar mejor que con Mimí?, además yo sabía siempre donde encontrarlo, cuando no estaba en el atajado le silbaba tal como él lo hacía con la lampalagua y al tiro me contestaba el silbido y aparecían los dos bajándose de un al-garrobo o de un quebracho. Era muy lindo verlos andar juntos, la lampalagua se arrastraba junto a él como un perrito.

Un día lo vi al chango sentado a la orilla del atajado riéndose a carcajadas, cuando me acerqué lo vi sosteniendo un ovillo de hilo en las manos cuyo extremo lo había amarrado a una cinta a manera de collar a la lampalagua que estaba nadando dentro del atajado y él estaba envolviendo el hilo para traerla a la orilla y la víbora jalaba para el lado contrario, haciendo morisquetas y saltando fuera de la superficie, luego hacía demostraciones de saltos, se retorcía, zambullía, volvía a salir y el chango gozaba aplaudiendo todas las morisquetas que hacía la lampalagua. Cuando le hablé para irnos a la f a él se paró y le gritó a Mimí que ya se iba y empezó a envolver el ovillo más rápido y el animalito se dejaba arrastrar sumisamente hasta la orilla, donde le sacaba el collar y lo ponía en la rama de un árbol hasta otra ocasión y acariciándole la cabeza le decía que en la tarde le espere en el algarrobo que él volvería a jugar, la lampalagua se metía al agua y de allí no le perdía mirada al chango que iba conmigo camino a la casa.

Cuando jugaban las "pilladitas", Ignacio corría por delante y la lampalagua tenía que alcanzarlo y ocurría que el bicho lo alcanzaba y se le enredaba en sus canillas y lo hacía caer al pasto y se le iba a la cara para hacerle cosquillas hasta que el chango muerto de la risa le decía: basta Mimí basta, entonces la lampalagua que ya era un viborón, se enroscaba y apoyaba su cabecita chata en la última rosca de su cuerpo y cerraba los ojos hasta que Ignacio la tocaba y le decía: a que no me alcanzas y salía corriendo y la víbora de nuevo salía en su persecución hasta hacerlo caer, y así se pasaban toda una mañana o en la tarde hasta la oración, era la manera de cómo jugaban las pilladitas.

El tiempo pasaba volando, Ignacio ya iba para los seis años, ya estaba grandecito pero la lampalagua le ganaba en crecer porque en sus seis años le pasaba al chango con tres cuartas de mi mano, yo los tendía en el pasto uno al lado de la otra y la víbora le ganaba en tamaño y cuerpo, estaba al grosor del muslo de Ignacio. Después que los medía les decía: ¡listo! pueden pararse y el chango en un tris estaba de pie bien firme y la víbora, como siempre se afirmaba en la cola y se trepaba al cuerpecito de Ignacio y como de costumbre le hacía cosquillas en las orejas con su lengua y parecía que se reía cada vez que hacía eso.

Un día, Don Vicente resolvió mandarlo al colegio de la hacienda, le compró todos los útiles escolares y su maletín para que los llevara, a Ignacio no le agradaba la noticia, pero resignadamente se iba a la escuelita tomando el camino del atajado, donde se encontraba con Mimí, tanto a la ida como a la vuelta y el tiempo libre que le quedaba se iba a jugar con la lampalagua.

Cuando Ignacio cumplió los ocho años y pasaba al segundo curso, don Vicente decidió traerlo a Villa Montes, donde pasó al lado de la parentela, entre la que Ignacio era muy popular y muy querido por su carácter agradable y locuaz, pero Ignacio no se sentía feliz en el pueblo, constantemente le preguntaba a su padre cuando volverían a la hacienda y la respuesta era siempre la misma: cuando terminen las vacaciones y, cuando por fin estas terminaron, Ignacio le recordaba que las vacaciones ya concluyeron.

La felicidad de Ignacio se reflejaba en el rostro, cuando montado en caballo volvían todos a la hacienda y cuando llegaron al puesto, lo primero que hizo Ignacio fue irse al atajado a silbar a la lampalagua, la que en seguida estaba trepada hasta el cuello de Ignacio y él la besaba, le sobaba la cabecita y la cara del chango volvía a lucir la alegría de siempre.

De vuelta a clases, Ignacio se encontraba todos los días con Mimí, jugaba un rato y seguía su camino a la escuela. Un día en que el patrón me mandó a repuntar la hacienda, trabajo que tardaba hasta quince días, Ignacio estaba jugando con la lampalagua don Vicente lo llamaba al Ingacito a gritos y al ver que demoraba en contestar se fue a buscarlo hasta el pastizal y, sorprendido lo vio jugar con la víbora, revolcándose abrazado de ella, don Vicente asustado porque nunca la había visto a la lampalagua ahí no más sacó su revólver y dando un grito la lampalagua se separó de Ignacio y el viejo le largó un tiro en la cabeza del animalito que lo dejó quieto en el sitio. Ignacio pálido y lívido, llorando a gritos se abalanzó furioso contra su padre y le gritó en la cara ¡malo! maldito has matado a mi mejor amiga y luego se fue junto a la lampalagua y llorando le gritaba ¡no te mueras Mimicita querida, no te mueras! Y abrazado a ella seguía llorando sin consuelo sin que nadie pudiera separarlo. El padre desprendió por la fuerza al chango de la lampalagua y lo llevó a la rastra hasta la casa y lo encerró en su cuarto. En su encierro se la pasaba llorando y no admitía a nadie, ni siquiera a su madre, tampoco recibía alimento, y cuando le ofrecían algo del otro lado de la puerta lo rechazaba de inmediato diciendo que no tenía hambre. Mientras tanto don Vicente se pasaba detrás de doña Guada repitiéndole que no se preocupe, que ya se le va a pasar al chango y que pronto se iba a olvidar de todo y volverá a la normalidad.

Después de un largo encierro, Ignacio se puso a preparar su maletín con sus útiles y salió para la escuelita sin dirigir la palabra a nadie, tomó rumbo al pastizal por donde siempre transitaba, pero nunca llegaba a la escuela, se quedaba horas a orillas del atajado hablando con alguien que nadie podía ver. Cuando veía que los escolinos volvían a sus casas él tomaba su maletín y haciendo un ademán de despedida con la mano extendida ponía el maletín al hombro y se iba a la casa a encerrarse en su cuarto.

Los días pasaban y el niño estaba cada vez más delgado y macilento. El maestro de la escuela pre-ocupado por la larga ausencia de Ignacio a clases, fue a verlo a don Vicente para preguntarle cual era el motivo porque Ignacio no iba a clases, Don Vicente sorprendido le dice: pero si todos los días sale a la escuela con su maletín. No puede ser don Vicente, hacen más de dos meses que el niño no pasa clases, para qué le voy a mentir. Este chango del diablo ¿qué hace entonces? Dice don Vicente, vamos al atajado para que ver por dónde anda, y ambos van al atajado y lo encuentran al chango tendido en el mismo sitio donde don Vicente mató a la lampalagua, don Vicente le grita al niño: Ignacio, Ignacio, pero el niño ni contestaba ni se levantaba, entonces Vicente corre a verlo, lo levanta al niño en brazos y el niño ya ni siquiera respiraba, lo lleva corriendo hasta la casa dando de alaridos ordenando que vayan a traer un médico, los peones salen a la disparada en todas direcciones a cumplir la orden del patrón. Depositado en su cama Ignacio no tenía signos vitales, la madre llorando, lo masajeaba, le levantaba los brazos, para hacerlo respirar, le hacía todo lo que pensaba que sería bueno para su único retoño, pero el niño no despertaba, cuando por fin llega un curandero y lo mira a Ignacio, le abre un ojito y mirando a los padres les dice: lamento mucho don Vicente, no hay nada que hacer, el niño ha muerto de debilidad. Yo que estaba allí, dice Ceferino, llorando a moco tendido, dije en voz alta: no murió de debilidad... ¡murió de pena!...

Al tiempo murió doña Guada y el viejo Vicente se vino al pueblo y me nombró su Mayordomo general y encargado de puesto y yo le manejo sus cosas y cada mes le llevó su plata para que viva bien, pero él se la gasta en trago en los boliches, ya no le importa nada.

Cuando el viejo se vino al pueblo, yo la saqué a la lampalagua de donde la habían enterrado y la puse al lado de la sepultura de Ignacito, para que sigan jugando en el pastizal como buenos hermanos que eran, y, con las lágrimas en los ojos el viejo Ceferino terminó su relato, tomándose el último trago de anís.

Fin

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