El Llamo Blanco

Fernando Diez de Medina

Era una suerte fabulosa que nadie podía explicarse. Mina que caía en sus manos entraba en "boya"; mina que él abandonaba se iba para abajo. Sólo se le conocían victorias, jamás una pérdida en negocios. Subió de cateador a millonario, casó con una dama aristocrática, y el humilde hijo del pueblo llegó a convertirse en industrial. Tenía minas, fábricas, empresas comerciales.

No es verdad que el mestizo sea un ser inferior. Al contrario: toma del choque de las sangres los jugos más fuertes, se renueva, se purifica, como si el sol indio renaciera en la tremenda energía cansada del hispano. ¿Qué importan linajes y diplomas? En el mundo americano, hecho de urgencias febriles, sólo cuentan audacia y dinamismo. Su violenta personalidad de aventurero no conocía obstáculos: defendió a tiros sus minas, ganó litigios con astucia, aplastó a quienes obstruían su camino.

Era un hombre poderoso.

Pero el hombre más poderoso tiene su talón de Aquiles. Y el punto vulnerable del minero Rengel era una hermosa jovencita, su hija menor, a quien amaba con locura. No es que ella lo dominara, como sucede en ciertas familias cuando la abundancia de varones prestigia el hechizo de la única hija. Leonora, en contraste con sus cuatro hermanos, que tenían mucho del genio enérgico del padre, florecía fina y delicada, centro de amor para los cinco, tal vez porque al nacer les robó la presencia de la otra, la que debió velar por ellos. Ni Rengel ni sus hijos querían recordarla. Callaban. Un instinto secreto hizo que concentraran afectos en la pequeña, que se le parecía asombrosamente en físico y espíritu. Y leonora fue, para ellos el rayo de ternura que cruzaba sus vidas impetuosas.

Porque los Rengel, hombres de pelea, vivían desafiantes. No se presentaban matones ni prepotentes, no buscaban el apoyo de su inmensa fortuna; amaban el peligro, la dificultad, la aventura por la aventura, ejercitando el carácter en osadas empresas de hombría. Aveces unos contra otros, agachándose sólo ante la suprema autoridad del padre, o buscando la dulzura de Leonora cuando al terquedad del viejo los unía para enfrentar su capricho.

Rengel quería a sus hijos tal como los había formado, hijos de su sangre violenta, de su nobleza ingénita, devolviendo golpe por golpe, afrontando sólo a los fuertes, Habíalos criado en el campo, a pleno sol, jineteando potros al pelo, escalando montañas; y sólo cuando los vio mozallones los trajo a la ciudad educándolos en escuela práctica.

—Las profesiones y los títulos académicos no sirven para nada —sentenciaba el viejo—. Hay que pelearle a la vida como yo lo hice.

Hízoles aprender las astucias mercantiles, los introdujo a todas partes, para que aprendieran a manejarse entre hombres. No quería que fueran “los hijos de Rengel”, sino cada cual, por su propia y vigorosa personalidad, un Rengel capaz, indomeñable. Los empujaba a desenvolverse en múltiple actividad, en cuanto significara movimiento, lucha, vida intensa y febril, inculcándoles al mismo tiempo nociones de orden y responsabilidad. Luis Alberto, Jorge, Esteban, Octavio eran cuatro mozos arrogantes, atrevidos, en quienes desbordaba la atávica energía mestiza. Tenían, además, al viejo que siempre estaba atizándolos con su temperamento bravio, creándoles problemas sólo por el placer de observar cómo los resolvían, con su genio iracundo que no era sino la válvula de escape a una demoníaca actividad.

No era la vida, no era el destino; era el viejo Rengel el gran antagonista de sus hijos, a los que tallaba a zarpazos, fingiéndose duro, indiferente. Más los muchachos conocían a su progenitor, adivinaban su amor escondido, comprendiendo que los quería varoniles y realistas, lejos de sensiblerías fáciles. Y fueron creciendo como el padre los soñara: audaces, nobles, eficientes.

Temible “tribu” la de los Rengel. El que no se estrellaba con la avasallante personalidad del viejo, sentíase perdido ante la inteligencia de Jorge y de Esteban o la fría voluntad de Octavio y Luis Alberto. Luchadores de raza, vivían buscando no pendencias ni disputas fútiles, sino causas mayores para emplear su desbordada energía. Su fortuna era cosa aparte; no la hacían sentir. Muchas veces, después de haber vencido en competencia leal, tendieron la mano generosa a los caídos, haciéndose perdonar su poderío. Conocían la rara ciencia de convertir adversarios amigos.

Pero si hubo alguno que odiaba a los Rengel, por esa extraña mezcla de "condottieres" y señores que ardía en sus venas, por su riqueza y su prestigio personal, aun ese tenía que sentirse rendido frente a la belleza pensativa, a la gracia misteriosa de Leonora, que parecía esmerarse en ganar a los esquivos.

La bondad, el sosiego que la ausente no pudo insuflar a los hijos, asomaban con llama pura en los ojos verdes de la doncella. Nunca alzaba la voz, no perdía la compostura. Su espíritu armonioso captaba agudamente las situaciones y en pocas palabras daba el consejo oportuno. Luego aquella voz suave melodía, que llamaba al amor y a la confianza. Si los Rengel se extansiaban oyéndola, los extraños la amaban desde el instante primero.

Leonora. Nunca nombre tan dulce para doncella tan preclara.

Cuando Marco Antonio, el hijo del banquero Montiel, osó expresar su deseo de pedir la mano de Leonora, el viejo Rengel estalló colérico. Quiso dirigirme a la casa del banquero y abofetearlo por la audacia del joven:

— ¡Nadie tiene derecho de turbar la paz de una niña! — tronó el potentado—. Que se casen las que sean mayores de edad. ¡Nadie piense en la mano de Leonora antes de que cumpla veintiún años!

Luis Alberto, el primogénito, se limitó a decir que el postulante le parecía un infeliz. Octavio opinó que era un insolente. Y el momento en que Jorge y Esteban se enzarzaban en diputa acerca de quién debía pedir explicaciones al atrevido, Leonora dijo suavemente:

—Pero si yo no he pensado abandonarlos.

Y la paz volvió a la “tribu”de los Rengel, porque la voz de la doncella lo apaciguaba todo.

Pasaron los años. Pasaron muchas cosas en la vida tumultuosa de los Rengel. El viejo frisaba en los setenta, cada día más fuerte, más indómito. Luis Alberto acaudillaba un grupo socialista en el parlamento. Jorge dirigía un consorcio industrial. Esteban gerentaba un Banco. Octavio una empresa de aviación. Leonora se convirtió en una mujer adorable.

Un día de desgracia tendió sus alas lóbregas en el hogar de los afortunados. Leonora enfermó súbitamente.

El padre y los hermanos se consagraron a la enferma. Perdida la fe en los médicos locales, viajaron a Europa y a los Estados unidos, la hicieron ver por los mejores especialistas, sin reparar en gastos. Todo fue en vano. Aunque alguno opinó que se trataba de una modalidad de anemia perniciosa, la mayoría dedujo que siendo el mal de origen desconocido era incontenible. La enferma se extinguiría lento e inevitable.

Volvieron a la patria perdida toda esperanza. Leonora adelgazó, perdió sueño y apetito. En sus tiernos ojos verdes despertó una dulce melancolía.

El viejo creyó morir de pena más su voluntad se sobrepuso: no hacía notar a nadie, ni siquiera a los hijos, el dolor se iba, se apagaba, se apagaba poco a poco.  No había esos síntomas crueles, desagradables de las enfermedades graves; era un mal engañoso, indoloro, indefinible. Sólo un apagamiento trágico; cada día menos pasos por la estancia, cada hora menos palabras en los labios. Hasta que cierta mañana la doncella se negó a levantarse. Vélasela más bella que nunca, emulando la blancura de las sábanas, mientras la cabellera negra se desparramaba en la almohada.

Entonces el jefe de familia, desvanecida toda esperanza en la ciencia, sintió que el ancestro despertaba en su alma. Desde un fondo olvidado la voz de la tierra subió a su corazón. Y con gesto imperioso llamó a los dos mayores:

—Hijos míos —ordenó— iréis a Potosí y preguntaréis en el tambo de San Antonio por la familia de los Condori. Son unos “callaguayas” o curanderos aimaras, que desde hace mucho tiempo curan con yerbas y fórmulas secretas. Yo vi, de niño, curas que parecían imposibles. Volveréis con el más viejo, porque los viejos son los que saben más. Probaremos este último recurso.

Luis Alberto y Jorge partieron presurosos. Al cabo de cinco días regresaron con el “callaguaya”.

Era un indio viejo, muy viejo, vencida ya la espalda, de faz arrugadísima y manos sarmentosas.

El millonario se dirigió a él. Por primera vez su voz cobró un tono de humildad:

—Tatay —expuso— mi hija se muere. Tú eres sabio... Tú sabes curar... Dale algo para que se levante, que vuelva a alegrarme el corazón.

Y el viejo se mordía los labios para impedir el llanto.

El Condori lo miró fijamente. Reflexionaba. Aumentaron los surcos de su frente. Sólo se oía, en el cuarto, la respiración anhelosa de los cinco Rengel. El indio seguía sumido en un mundo de niebla y de misterio. Jorge hizo ademán de repetir el ruego, creyendo que su padre no había sido bien escuchado, pero el viejo minero, que conocía las costumbres del “callaguaya”, le hizo señal de callar. Esperaron. Y después dé una cavilación cautelosa, el Condori contestó:

—Señor: tú has sido bueno con los indios. Has hecho levantar escuelas. Te ayudaré.

Pasaron a la estancia de la enferma. El curandero se aproximó a la doncella. No tomó el pulso, no levantó el párpado, no pidió termómetro. Se limitó a mirar, a mirarlo todo con fijeza espantable, como si fuera a penetrar la verdad con sólo el poder de sus ojos viejísimos. Después de unos minutos de expectante observación, dijo:

—Podrá ver muchas veces al “Willka”, al Padre Sol. Pero han de hacer lo que yo mande.

—Se hará lo que tú digas —replicó el millonario.

—Mañana, a las diez de la noche, volveré.

El siguiente día transcurrió como siempre. Todos afligidos, intranquilos. Leonora extinguiéndose lentamente. Octavio apuntó que el curandero era un farsante y no volvería. Una mirada colérica del viejo lo hizo callar. Rengel sabía que el “callaguaya” cumpliría su palabra.

Daban las diez de la noche en el reloj de la plaza, frente a la casa del millonario, y el Condori entraba en ella seguido por dos indios jóvenes que conducían un llamo blanco.

El curandero se dirigió con aire de gravedad al millonario:

—Harán lo que yo mande —repitió— y la niña sentirá muchas veces todavía bajar el aire de las cumbres.

Luego pidió que nadie hablara ni lo interrumpiera en su tarea.

Hizo encender una gran hoguera en el patio colonial de la mansión, a la vez que ordenaba apagar la luz eléctrica. Sobrevino una escena fantástica. Bajaron a la enferma los cuatro hermanos, en el lecho donde yacía postrada, colocándola a prudente distancia de la hoguera. Enseguida los indios pidieron unos palos y comenzaron a unirlos con recias sogas. Rengel, sus hijos y unos pocos servidores de la casa contemplaban el acto. Las lenguas de fuego se perdían en el cielo oscuro, y a su lumbre cuerpos y cosas reverberaban en reflejos mágicos. De la profunda obscuridad agazapada en los cuatro ángulos del patio, subía un silencio trágico, sólo turbado por breves órdenes del Condori.

Y de tiempo en tiempo el chasquido de los leños estrujaba los corazones de angustia.

La noche, propicia a un rito religioso, se abría pavorosa sobre las cabezas consternadas.

Cuando la armazón de madera estuvo concluida, el “callaguaya” se dirigió al millonario:

—Tatay, todo está listo. Por una vida que se pierde, pagarán otras vidas. ¿Quieres, siempre, que tu hija vuelva a caminar?

— ¡Aunque cueste mil vidas! —rugió Rengel.

El Condori hizo una señal. Los indios cogieron al llamo blanco, un lindo animal, de buena alzada y pelaje espeso, que mansamente se dejó atar por las extremidades y el cuello a los maderos. Era un camélido domesticado. Su bella cabeza, de grandes ojos oscuros, aterciopelados, de narices humeantes, se movía tranquilamente de un lado a otro, con una mirada de inocencia. Las orejas, enhiestas, recogían los mil rumores indecisos de la noche. Sólo el curandero sabía lo que había costado convertir a este llamo salvaje, que pateaba, escupía y mordía con furia, en dócil servidor del hombre. Y en el tibio ambiente de verano, bajo el palio estelar que profundizaba el rectángulo del patio, pacífico y hermoso al resplandor de la hoguera, el llamo blanco vivía sus últimos instantes, sin comprender por qué lo inmolaban.

Pidió el curandero una vasija de barro. Puso a un indio mirando al norte, otro en dirección al sur. Colocó la vasija entre el lecho de la enferma y el madero en que yacían el llamo. Hizo unos signos esotéricos, murmuró frases incomprensibles; luego sacando un cuchillo afilado tocó tierra con ambos lados de su hoja, lo purificó en el fuego, y tapando los ojos del llamo con una mano, con la otra le asestó un golpe certero en el cuello. Brotó la sangre roja, impetuosa, incontenible, tiñendo de gránate el suave pelaje nevado. Sacudió el llamo las patas en un postrer esfuerzo por defender su vida, agitó el cuello con furia, escupió y daba mordiscos al aire como queriendo vengar el ataque. Salía la sangre a borbotones por la herida, y el “callaguaya” la recogía en la vasija de barro. En los ojos del animal moribundo, brillaban, confundidos, el dolor y el miedo.

Poco después, exhalando una queja semejante al llanto de un niño, el llamo expiró convulso y trémulo.

Entonces el curandero sopló en la sangre de la vasija, profirió otras palabras enigmáticas y apuntando al lecho de la enferma con la mano sarmentosa dijo por toda la explicación:

—El “Karwa”, el llamo, la caballería que lleva hacia lo alto, es ahora la caballería que viene hacia lo bajo. Ella vivirá.

El primero en darse cuenta de lo que pasaba a la enferma fue Octavio.

— ¡Mírenla, renace —dijo tembloroso. El “callaguaya” hizo un signo imponiendo silencio, y todos volvieron la mirada hacia el lecho. Como si una transfusión invisible diera fuerza inmediata a su cuerpo exangüe, las mejillas de Leonora fueron cobrando lentamente un color de aurora. Las venas finas, azuladas, se hincharon como si acreciera el torrente sanguíneo. Se adivinaba la savia generosa, una fuerza nueva y desconocida, alborotándose bajo la piel delicada. La doncella se incorporó, los párpados se alzaron, volvieron a mirar los ojos verdes con la dulce mirada de antaño y la voz melodiosa dijo sosegada:

—Quiero dormir.

En la vasija de barro, la sangre roja del llamo sacrificado pasó del gránate al violeta, del violeta al marrón oscuro, del marrón oscuro a un verdinegro indeciso. Y al resplandor de la hoguera el líquido ondulaba, se movía como queriendo hablar.

Lleváronla a su habitación y todos se fueron a dormir. Los indios, arrebujados en sendas mantas, se durmieron al pie de la escalinata de piedra. Pero el Condón, sentado en cuclillas, veló hasta que la hoguera se apagó. En el piso alto, por el ventanal vidriado, se distinguía la silueta fornida del viejo Rengel velando el sueño de Leonora.

Al amanecer, cuando las primeras flechas del sol herían el tejado, el curandero se levantó y recogiendo cenizas de la hoguera las esparció sobre el llamo sacrificado. Luego sacó su cuchillo y con tajos hábiles seccionó la cabeza que lavó, roció con sal y guardó en un bolso de lana. Masculló palabras incomprensibles en aimara arcaico, y fue a colocarse junto a los otros. Dióseles un buen desayuno. Y hasta que el amo apareció, los tres indios estuvieron sentados en el suelo, inmóviles, hieráticos, clavada la mirada en un punto distante, sin hablar entre sí, con ese misterioso poder de ensimismamiento que hace del nativo un trasunto de montaña.

Leonora amaneció mejorada. Débil aún, la vida retornaba a su cuerpo lánguido. Sus bellos ojos perdieron el tinte de melancolía. Pidió ser llevada a la ventana y al ver el jardín derramó lágrimas de dicha:

—Dormía —exclamó—. Ahora quiero vivir.

Estaba salvada.

El viejo Rengel, seguido por sus hijos, bajó al patio y abrazó al curandero.

—Tatay: me la salvaste. Pide lo que quieras. El indio le contestó gravemente:

—El sacrificador del “Karwa” no debe recibir nada. Haz más escuelas para los “runas”. Si quieres, dales algo a mis nietos. Me voy señor.

Rengel fue generoso con el curandero. Regaló una muía patifina a uno de los mozos, puso un grueso, fajo de billetes en el bolso del otro, para que hiciera una casa para su abuelo; y ese mismo día ordenaba levantar diez escuelas indigenales en diversas zonas del país, que llevaría el nombre de Condori.

—Que Dios te bendiga, Condori.

—Tatay, que la “Pacha-Mama” te sea benigna.

Leonora se recuperó rápidamente. Su cuerpo esbelto adquirió plenitud. Hincháronse dulcemente los senos. Un ritmo triunfal de vida enarcó el fino dibujo de las caderas.

—Me siento llena de fuerza, podría hacer muchas cosas —decía la doncella sorprendida a sus hermanos— pero prefiero dejarles eso a ustedes.

Leonora volvió a ser la dicha de la “tribu” de los Rengel, el orgullo de la ciudad, porque nadie la aventajaba en su casta hermosura, en sagacidad, ni en el doble encantamiento de genio y figura.

Reanudaron los Rengel su vida audaz, despertando envidias por millares, admiraciones por centenas. Y los últimos rencores iban a morir en los pliegues de la falda de Leonora.

Pasó el tiempo. El viejo minero, lejos de declinar, se guía animoso y enérgico. “Es un roble —decían las gentes— llegará a los ochenta tan fuerte como sus hijos”.

Con la vejez, la inteligencia natural de millonario se aguzó. El hombre de empuje, de acción, dióse también a meditar en los caprichos de la suerte. No encontraba explicación a su suerte increíble. Recorriendo la vida de sus émulos, el destino general de los demás, comprobada que así como rara vez, casi nunca un dictador termina en la cima, los grandes capitanes del dinero tienen siempre su cortejo de calamidades e infortunio. El no; descontada la pérdida de la esposa, todo había salido y seguía saliendo bien. Un oscuro temor fue creciendo en su alma contra ese halo de poder y felicidad que lo envolvía. Los hijos todos logrados, descollando por su propio mérito. Leonora casada ya, madre de dos lindos críos. Su fortuna siempre en ascenso, su prestigio cada vez mayor. Y una salud de hierro, que es lo más que se puede pedir a la naturaleza en la ancianidad. Pero el viejo desconfiaba. Separó grandes bienes para los suyos y comenzó a repartir su inmensa fortuna en donativos de beneficio público.

La prensa celebró el hecho: el viejo Rengel, como los plutócratas yanquis, comenzó “condottiere” y quería terminar filántropo. Una nueva felicidad —la gratitud popular— entró a la casa de los afortunados. Una mañana los hermanos penetraron al cuarto del millonario.

—Padre —dijo el mayor—. Se ha descubierto petróleo en nuestras tierras del oeste. Iremos allí para organizar las cosas en tu nombre. Volvemos en ocho días.

Y se fueron alegres, bulliciosos, estremeciendo el piso con sus pisadas vigorosas.

El viejo Rengel sintió una punzada en el corazón. ¿Qué sería? Antes no se cuidaba de separaciones ni regresos. Pensó que se estaba volviendo anciano.

Bajo el jardín, se entretuvo con los nietos y por la noche, cautivo de la voz de Leonora que leía páginas de Mommsen, la inquietud se disipó.

Esa semana transcurrió vigilando los proyectos de su yerno, el ingeniero Sánchez, que antes que yerno era un hijo más por su devoción a la familia. El sábado, día señalado para el retorno de los Rengel, el viejo se levantó optimista como de costumbre. Los nietos se precipitaron a saludarlo:

— ¡Yo primero!

— ¡Yo primero!

Eran dos bellos rapaces de pocos años.

—Abuelito —dijo el mayor— han traído esto. — Y le alcanzó un telegrama que rezaba “urgente”.  Pero el millonario no encontraba sus lentes de lectura y se metió el despacho al bolsillo.

—Abuelo —agregó el otro— ahora verás lo que yo encontré.

Y nervioso, impaciente, lo llevó al patio colonial, donde el sol invadía ya la vasta superficie.

En una esquina, sobre un montón de paja, yacía un llamito blanco, muy pequeño, casi un recién nacido. Tenía las orejas enhiestas, la piel suavísima, sin la más leve mancha. Gemía de hambre. Los chicos le dieron leche y se calmó. Luego alzó los ojos oscuros, aterciopelados hacia el viejo, y su mirada inocente lo ofuscó. ¿Qué sería?

Un recuerdo lejano, desde un tiempo olvidado, hirió como un rayo su mente.

El millonario subió precipitadamente la escalera de piedra, pidió sus lentes de lectura, y sostenido por los brazos amorosos de Leonora leyó el telegrama dirigido a su yerno: “Ingeniero Sánchez. — Anoche estrellóse contra cordillera avión procedente del oeste. Viajaban hermanos Rengel. No hay sobrevivientes. Prepare familia—. Lloyd”.

Y el mismo instante en que Leonora y el viejo confundían sus lágrimas, uno de los niños decía alborozado al otro, saltando de impaciencia:

— ¡Mira, mira hermanito! El llamo tiene un col-lar colorado en el cuello.

Y al sol matinal que hería violentamente el paisaje, veíase una fina línea roja en el cuello del animalito, que fingía una cinta colocada para hacer resaltar la albura del pelaje; o la huella reciente de una herida circular, como si acabaran de colocar en su sitio una cabeza recién cortada.

Contenidos Relacionados

Jaime Saenz

Estaba sentado, en un sillón de madera, con una frazada en las rodillas y una chalina sobre los hombros.

Gastón Suarez

Alguien va finar, patrón —decía Cástulo Narváez, mientras limpiaba la lámpara a carburo, de cuclillas frente al cuarto del administrador. —Es seña fija...— sus dedos largos, huesudos, quitaban con habilidad, la ceniza de los trozos de carburo de calcio que aún eran utilizables. A la luz de la luna que se prodigaba desde un cielo limpio, transparente, su rostro anguloso reflejaba una rara fisonomía: tan pronto parecía la de un santo como la de un cadáver.

Elsa Dorado De Revilla

Prendido en la falda del cerro cuyas entrañas guardan el rico yacimiento mineral, se alza, desde su humilde pequeñez, el campamento minero, depositario del pulso humano que mide el paisaje cordillerano desde los tiernos ojos de los niños, hasta el abrazo rotundo del hombre.

Las luces mortecinas de las viviendas, asemejan luciérnagas estáticas que buscan dar calor a la fría noche. Una improvisada campana rompe con su tañido el silencio, marcando a golpes el tiempo.

Pablo Ramos Sánchez

A: Julio Ramos Valdez

La lucha del hombre con los elementos de la naturaleza es ardua. Aunque como especie, el hombre va dominando la naturaleza y logra arrancarle sus secretos, no hay que olvidar que los pasos que da hacia adelante son posibles después de millones de batallas individuales perdidas. Para aprender a ganar ha tenido que saber perder en miles y miles de oportunidades. Las derrotas le enseñan el camino de la victoria.

Augusto Guzmán

Al final de la comida, bajo una araña de lámparas a queroseno, después de limpiarse de residuos notorios, la boca ferozmente bigotuda, el padre miró con severidad familiar a su hija:

—He sabido que el mediquillo ese de provincia, te pretende. Quiere hablar conmigo nada menos que para pedirme tu mano. Naturalmente que me he negado a recibirle.

Wálter Guevara Arze