Siringa

Humberto Guzmán Arze

Porvenir era el nombre de mi estrada. Estaba en el altozano la fronda sepia y mi choza en un claro del bosque. Y abajo, el río turbulento donde sumergen sus pies los barrancos. La urdimbre de la choza era sencilla: ramazones y hojas de palmera que extendían sus dedos yertos.

Mucho tiempo hacía que se apagó el recuerdo de mis lares andinos. Se borraron de mis ojos las combas azules y los riscos mordidos por el sol de la montaña. Se afirmaba sólo ante mí vista una percepción cromática: el cobalto perenne de la selva. Peregrino de la llanura umbría, vagué sin rumbo persiguiendo imaginarios caudales que se escondieron en el siringal beniano.

— ¡Ya es hora de empezar!

De amanecida, era la orden que rasgaba el sueño de los peones, que después de la taza de café negro y humeante, desfilaban hacia la espesura.

Escrutando el vapor de la penumbra, andábamos a saltos por los troncos recostados en el seno de la tierra. En el silencio oscuro despertábamos gemidos en la hojarasca; y tajando a machetazos la melena de la fronda, penetrábamos en sus cuevas.

Escogíamos los árboles de "hevea", para que el cuchillo penetrara en su carne abriendo los surcos en zig - zag. La escudilla, pendiente de la corteza, reunía gota a gota el pausado lagrimeo de la herida. Diseminados por la estrada, los peones "picaban" atentos y febriles en un vaho de humedad, nimbados por aureolas de silencio.

Acompasaban nuestro propio ruido, moscas de luz que danzaban en curvas sonoras, y el chirrido de las cigarras desde la ramazón, era voz punzante como nuestro cautiverio.

Antes que un retazo de cielo, visto a través de las altas copas, se obscureciera definitivamente, los hombres se recogían a sus chozas de palma para ahumar la leche del látex y forjar con paciencia las bolachas ennegrecidas a la lumbre. En cuclillas la gente encendía la fogata, cuyas llamas lamían crepitando el aliento del atardecer.

Concluida la faena, liaba un cigarrillo, en cuyo extremo encendía la primera estrella de la noche, floreciendo en mi pena otra estrella de esperanza aunque muy lejana. La leyenda que emergió de las florestas del Beni, cruda y fascinante como acre aroma, me había conducido hasta el fondo soledoso, donde busqué sin descanso caudales de oro negro, y sólo encontré que por su posesión danzaban codiciosas las pasiones en la sangre de los caucheros macilentos.

Transcurrían los domingos untados de murria y de sol. Los peones alborotaban el sopor de los descansos con primitivo holgorio, y las botellas saltaban de mano en mano, invitando a sorber un líquido áspero y quemante.

A la sombra de los platanares y recostados sobre cueros, cuyo pelaje destellaba luces, los caucheros jugaban utópicas ganancias, acrecentando las deudas del "enganche", hasta que los dados y los naipes en volteos imprevistos provocaron alguna disputa.

A veces, tediosos de agua y de lumbre, cruzaban a lo largo del barranco batelones ahítos de goma con rumbo al Madera. También ellos estaban amarrados a la rutina de esta vida, como bueyes uncidos al yugo de su angustia, viajando sobre los lomos del río, sin conocer la libertad de otros ámbitos. Era el mismo desfile de los viejos barcos y los viejos remeros.

Los ríos, son los únicos caminos que rompen la red tupida, y por ellos, de vez en cuando aparecía desde el horizonte, una canoa repleta de nuevos peones. Acudíamos para encontrar en sus pupilas el aliento de otra existencia, y aún tibia la imagen de los pueblos que abandonaron. Eran también cautivos del "enganche", con cadenas en la mirada y en las manos, la huella amoratada de las ligaduras que frustraron su evasión. Venían a suplir a los "picadores" muertos y a los espectros de la malaria.

Perdida la esperanza de romper aquellas murallas de soledad, sin tener una persona que abriera mis horas, el deseo —porque no supimos en el bosque lo que pudo haber sido el amor —era tenue llamarada que se consumía entre desviadas caricias de las jóvenes bárbaras, que solían dejarnos mayor desabrimiento.

Entonces, me aplastaba el recuerdo de mi pueblo serrano, pareciéndome haber dejado la prosperidad de una madrugada risueña.

Recostado en el tronco de un bibosi dormitaba al compás de un batir de alas: eran las palmeras que se abanicaban al vaho de la tarde con sus airones lanceados. Tan distraído estuve que no percibí el ronquido de unos remos que bogaron hasta mi barranco.

De la oscuridad del río emergió un hombre con el dorso desnudo, llevando en las manos el cabo de una cuerda para sostener la canoa.

— ¿Está Gómez?, interrogó con fuerza al silencio.

—Habla con él, le respondí al incorporarme.

—Le traemos mozos "enganchados". Vamos de arriba hasta el tercer torno.

Ordené que encendieran los hachones de resina para alumbrar la maniobra. Desde la borda de la embarcación, un capataz se puso a vigilar el descenso.

—Oiga, Gómez. — Tenga cuidado con éstos, que no son valientes para el trabajo. Aquel quiso "huirse" la primera vez que encostamos, y debe a la casa más de lo que debe valer su persona.

Cogí un hachón que alguien levantaba en alto, y lo aproximé a la barca. Se hacinaba la gente en-redando sus penas en el fondo de la canoa.

A mi mando, fueron aproximándose a la temblona claridad, dos mozos, magros en su juventud y un hombre maduro acompañado de una muchacha. Traían esperanzas de riqueza a costa de la sangre que rezuma de la corteza vegetal!

Eran de Baures. Humilde el ademán y aplacados los ojos, llevaban en la mano el atadillo de ropa.

La mujer tenía las pupilas retintas y muy dóciles, oscura la tez y la carne prieta. Al andar, ondulaba su cuerpo y palpitaban los pomos del busto turgente. Eran una "mópera" niña con gracias de sol. Morena, flexible y palpitante, me traía una remota evocación de morería.

II

Manuel Limachi, el Tuco, el inválido porque le faltaban los dedos de la mano izquierda, cercenados por el machete en alguna vieja reyerta de rivales, era enjuto y de pómulos salientes, de pelo renegrido como la muchacha, y trémulo el pulso. A órdenes de los gomeros se inició en los trabajos de la siringa.

La moza cuidaba de los menesteres de la barraca. Los años columpiaban en su juventud, como rayos de sol sobre las ramas del bosque. Y con el empeño que le daban sus años, manejaban briosamente el "tacú", triturando con el mortero la cascara del cereal. Preparaba el café, negro como sus cabellos, dulce como su mirar.

No bien el día difuminaba luces de sangre, y mientras el personal durmiera el último descanso, bajaba la "mópera" al río. Entraba levantando espuma con el impulso del nado. Las ondas se apretaban a su cuerpo, poniendo destellos de luz sobre la carne bruñida y, al salir, como en cuadro de primitivo sabor, las combas morenas se calcaban sobre el telón de la selva.

Tallada por el soplo del amanecer, subía a la barraca a reanimar la lumbre; servía el café y partía con rumbo al siringal para ayudar al padre. El hombre, quemado por la fiebre, suspendía la faena y sudoroso, buscaba la humedad de un tronco contra el cual se apretaba, dejando que la "sabandija" chupara su sangre. Entonces, Clara con el cuchillo del padre hendía el tronco de las siringas y sus brazos desnudos y prietos eran ágiles serpientes que se agitaban sobre sus trenzas.

Junto a los caucheros me internaba en la fronda para vigilar la jornada. Clara vertía la leche que rezumaba de las llagas, en un balde, y colocando el recipiente sobre la cabeza, se encaminaba con languidez. Tenía ritmo en el andar, como palmera azotada por el viento.

Me interpuse a su paso y pude aspirar la afrodisia del bosque en sus dos copos de ámbar, como si su cuerpo concentrara aromas de incendio.

Me golpeó la sangre en las venas y con voz afiebrada le dije:

—Me espiné en una "tacuara". ¿Podrías ayudarme?

Dejó el balde en tierra y vino hacia mí, y tanto, que pude beber muy cálido su aliento. La aprisioné con violencia, y ávidamente escancié el jugo de sus labios, hasta que con desmayo apretó sobre mi pecho la comba enhiesta de sus capullos.

El follaje sepultó mi fuego. Y la vida, desde entonces, se filtró por el bosque más humana, cambiando su ademán agrio y mezquino.

III

Era el mes del fabrico en el que se entrega la goma al patrón. Habían escaseado la siringa morada y la "itauba". La selva escondió avaramente su tesoro para que nuestra codicia no acuchillara su carne ni turbara sus silencios.

Se suspendió la extracción de la linfa para desmontar el bosque. La tierra cálida y penetrantemente húmeda, era removida para hundir en el chaco la simiente de arroz y maíz. Se carpía el platanar, y era de ver cómo Clara, encorvada sobre la herramienta, hacía fulgir oros sobre su nuca bruñida por el sol.

Los caucheros la miraban codiciosos, rezongando por mi vigilancia.

—No será mujer para ustedes y pueden guardarse de tocarla.

La fiebre oprimía mis sienes y un perenne sueño con el temblor de la malaria me aquietaba en la choza. Ella sentada en un tronco, tallado como mueble rústico, me brindaba amargos cocimientos de quina.

Cuando me anunciaron que llegaría el empresario, me levanté del lecho, y dispuse las cuentas. Arribó en una canoa precedido del capataz. Hizo la recuenta del caucho y prorrumpió arrogante.

— ¡Cincuenta bolachas en diez estradas! Si no fuera pequeña tu deuda, me la pagabas a "huasca".

Un gran silencio dominó en el personal. El patrón con los ojos turbios revisaba choza por choza, escrutando el contrabando de la goma. En la mía, encontró a la muchacha con quien se encaró, airado.

— ¿Cuándo te contrató la empresa que no te conocí?

—Vine con mi padre que se "engancho" en Baures.

Entonces el patrón agregó para que yo escuchara, con palabras que se escurrían con doble intención por la hirsuta maraña de la barba.

—Se irá en la canoa, porque nadie trabaja por culpa de ésta.

Por la tarde, el río me la robó para las barracas del patrón. No quise despedirme y, sin embargo, presentí que huía la única luz que destelló en mi camino; huía resbalando sobre el Amarumayu.

Excitado y dolorido, acabé por sentir una pusilánime conformidad, como espalda sumisa a la pena. Pero, acudieron a mi memoria sus labios jugosos, su cuerpo elástico y oscuro. Me dejaron el sortilegio de la carne y el recuerdo que me hacía tanto daño, como si el látigo hubiera descrito surcos sanguinolentos sobre mi piel.

Sentí que el vacío estrangulaba mis ansias, añorando los días risueños por ella. Y mi ánimo se irguió brioso, al pensar que alguno estrujaría con fiebre la fruta de sus senos en capullo. Los árboles irradiaban bizarría, mostrando la masa desgarrada de sus brazos. ¡Parecían imprecar!

Iré allá, me resolví, y despertando al Tuco le hice una súplica, como nunca me habría propuesto.

—Pagaré tu deuda con mi persona, pero vamos a buscar a tu hija.

Con el machete entre las manos, descendimos a la canoa atada contra el barranco, y bogando a remo sordo, ambulamos toda la noche. Cuando encostamos cerca de los barrancones del patrón, di libertad a la barca para que se perdiera sin rumbo, envuelta en la espuma. Aguardamos el día, en una red lindera a los edificios. Desde nuestro refugio sentíamos la pulsación de la selva. Soledad, jirones de silencio, que son gérmenes de vida para los seres escondidos en su gruta, y son muerte para el picador!

Recién con el intenso luminar del medio día, vi a la muchacha vagando sobre la distancia. Recostada con el ánfora de su cadera una cantarilla de barro para recoger agua del río. Salí a su encuentro, y al verme ella, me ofreció una sonrisa.

— ¿Vienes conmigo? Vámonos de aquí. Tengo miedo de esta vida de las caucherías. Escaparemos al Madera. ¡Vamos al Madera!

Arrojó la cantarilla al río y vino con nosotros. Pero en lugar del retorno a Porvenir, propuse la senda del Amaru-mayu al Madera. Ir a los poblados sería aceptar el cautiverio. El Madera, las cachuelas, orearían con su hálito nuestra vida sumisa.

Esa noche anduvimos con sigilo, temerosos de la persecución. Mas, repuesto el ánimo, asomamos a la orilla del Amaru-mayu y vimos en el cielo búcaros de luces que nos bañaban en una imaginaria frescura de estrellas

IV

Un mes tardamos sesgueando hasta Cachuela Madera. Anduvimos un mes al amparo de la maraña umbrosa, cobardes ante el grito de la fauna múltiple y salvaje, escondida en los abismos del bosque. Perdimos el rumbo en la espesura, pero al fin contemplamos el dorso bayo del río.

Sobre sus lomos, se alineaban por entonces, balsas y lanchones cuajados de caucho. Con los ojos turbios y transparente la carne, los remeros eran seres extenuados por la fiebre negra. Sus brazos habían perdido la fibra y eran sólo miembros secos que hundían las palas del remo a un compás desganado.

Pregunté quien saldría de inmediato a las cachuelas, donde una barrera se opondría a la terca persecución decretada en los gomales. Deseaba confirmarme al peligro. Saltar Riverón, Periquitos, hasta Calderón del Infierno, y en otro suelo, beber la vida en un sorbo de dicha con la mujer que me dio el bosque.

Ofrecí nuestros brazos a un fletero que llevaba en el vientre de su batelón un tesoro de goma. Partimos los tripulantes y punteros de cachuela, a órdenes del piloto.

Mansa y humilde fue el agua hasta Riverón. Aquí, la cachuela hervía sonora. Impetuosa. Se levantaban columnas de espuma por encima del granito que, fragmentado, cortaba el río de un tajo. Y este salto tenía tal fragor, como si golpearan en la cascada todas las voraces del mundo.

Un cañón dejaba libre el paso, como ventana abierta para un salto sobre el infinito. Con las manos crispadas en rictus de angustia, me sostenía de las bordas del batelón; y mis nervios tensos veían más que mis ojos entrecerrados.

Haríamos un paso "a canal". El barco enfiló hacia el vacío. El puntero afirmó la ruta, rozando las quiebras, para perseguir el impulso ilimitado de la corriente. El barco, a empellones del vértigo, lanceó sobre el abismo quebrando la transparencia del aire. El batelón había saltado el peligro y, ebrio de lejanía se alejó dando tumbos.

Seguimos siempre por el curso del Madera, una y otra jornada. Un vuelo de garzas blanqueó la pupila del cielo; y su plumaje me parecía cándido como el alma de la mujer que me acompañaba. De los troncos que lamían los barrancos, los "suchas" inmóviles y vestidos de negro picoteaban el turbión. ¡Mal presagio el de estos cuervos del río!

Debíamos llegar hasta Cachuela Araras, donde el agua diluye en azul sus márgenes distantes. Cuando sentimos que el rápido tendía a llevarnos con violencia, encostamos en una playa de "chuchío".

Repuestos de la fatiga, y tomando aliento para enfrentar el riesgo, atamos a proa una larga cuerda para ayudar la maniobra desde la playa. El Tuco, tres remeros y yo, sirgaríamos de la costa para que la barca hendiera la cachuela. Clara quedó con la tripulación para dar lastre, porque el barco, a media carga, daba cabezadas sobre la espuma.

Las piedras de la cachuela emergían negras. Rimaban con el agua una sinfonía doliente matizada de fuego.

Araras no tenía la imponencia que Riverón, aunque más siniestra, apuntaba la muerte con el índice de sus salientes.

Sirgábamos con fuerza, poniendo tensa la cuerda, en la que vibraba el aire. El puntero, con el tronco tentó el paso entre los riscos; y nosotros,midiendo la distancia largábamos el cable poco a poco.

El batelón vacilante, se alejó de la playa y se aproximó a la cascada, donde la masa de agua se descuelga levantando montañas de espuma que escupen a lo alto.

Los hombres, diminutos muñecos en lejanía, trataban de gobernar el batelón, enderezando la proa hacia el espacio libre para dar el salto "a media carga".

La sirga hacía dar cabezadas opuestas a la corriente, y en lugar de recibirla a lo largo, la barca fue embestida de costado y llevada contra las rocas. Furioso el empuje, le estrelló las costillas; gemía la madera al restallido de las olas; y la quilla cabalgó a media sobre el abismo.

Una mano siniestra volcó el barco en el vacío, y los tripulantes y la carga, como racimo desgrana-do, fueron envueltos en la columna del agua que se descolgaba fragorosamente en una catarata.

Dos cuerpos lucharon contra la corriente para no ser arrastrados, asiéndose de las rocas. El uno, zarandeado se sostenía apenas con sus brazos magros. El otro se arraigaba a las salientes y con bravura se encaramó sobre la piedra, donde se tendió casi exánime. Reconocí. ¡Eran los brazos de la mópera!

La selva jocunda, la selva potencial y lujuriosa, se vengaba de las llagas abiertas en su carne, tendiéndonos la red de las cachuelas. Allí quedaba envuelta la esperanza del hombre, como el tronco ambicioso de elevación que se consume entre las guías retorcidas de la liana.

Yo, enloquecido, corría por la playa sin saber a dónde ni a qué, mientras que los cachueleros, bajando los ojos, menearon la cabeza. Intentaríamos arrojar una cuerda de salvamento del retazo que la sirga dejó entre nuestras manos hacia aquella isla distante y solitaria en medio del río.

Pero la peña estaba tan lejana, que la corriente se llevó el cable.

El río sádico, hermano de la selva, desnudaba el cuerpo de la muchacha, que reverberaba bajo las llamas del trópico. Quedaría allí, sobre el borde de un islote de piedra, lindando con el abismo y la espuma, hasta que no tuviera aliento; hasta que los "suchas" retintos escanciarían el brillo de su mirada, devorándole en vida los ojos. Hasta que el sol y este río, triturarían su carne en blanco polvo para que la ventolina se lo lleve a fecundar el bosque, como polen de flores silvestres.

El tiempo pasó sobre mi vida como una montaña. Y la pavura que me impuso la tragedia se alzó con agudo clamor al infinito.

Un hombre, de estos picadores que son espectros de carne, pero en quienes se ha esculpido la fibra del ánimo midió la distancia y levantó el fusil, hermano del siringuero, como el río de la selva.

—Hay que despenarla no más, antes de que los cuervos le roben los ojos con vida.

Comprendí el recurso cruel y humano que los cachueleros usan en este trance, y hundí mi frente y mordí las brasas de la arena cuando un silbido áspero tajó el fragor del agua.

¡Junto a las trenzas reintas, floreció una rosa de sangre que salpicó el cielo!

Fin

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