El Gallo Cochinchino

Man Césped

Un gato montés que se había cebado a las aves de la hacienda, una noche hizo presa a una clueca madre de linda pollada de la que solo quedó un individuo -con perdón de los bípedos implumes- en esa edad en la que aún no se ha definido el sexo, que en el casó solo es cuestión de cresta y pluma. El pollito anónimo, que en los primeros días de su orfandad anduvo piando sin sosiego en busca de su madre, poco a poco se acostumbró al abandono y se dio a buscarse la vida por su cuenta. Todos sus despiadados congéneres le pegaban con esa falta de misericordia propia de su animalidad.

Solo un viejo gallo cochinchino, hacía tiempo inválido de las faenas galantes, y que por ser ejemplar de raza se había pasado del término de olla, quedando con seguro de vida como jubilado de la laboriosa atención de las hembras del serrallo, no molestaba al pollito; por el contrario, lo llamaba picando una pajita o escarbando con sus patas calzonudas cualquier basureja.

Relevado por otro gallo joven, el viejo cochinchino había dejado de servir al diablo, y veía a las gallinas como a simples gallinas, sin el atractivo de la tentación.

Algo debemos decir sobre la estirpe y figura del noble viejo. La raza cochinchina, procedente de la posesión francesa de ese nombre, en la Indochina, fue importada al país mucho antes que las Brahama, Rhode Island, Sussex armiñada y otras más especializadas en determinado objeto. Era una raza parecida a la Orpington, sus tipos eran enormes, de color gris con pintas rojas y amarillas, de carácter tranquilo y andar grave, con esa solemnidad majestuosa propia de la fauna nacida al fulgor del sol de los Rajas y los Mandarines. En la cabeza del filete rojo de una etiqueta de cresta y la cola corta y recogida como un moño sobre la rabadilla.

El cochinchino de nuestro cuento, particularmente, era un gallo caballero, discreto y reposado, que pasaba los días buscando un regalo de desperdicios o la golosina de un trigo flaco. Con sus cachos enormes parecía un veterano coronel de caballería, en cuyos talones las espuelas sin control de podadera, hubieran crecido desmesuradamente. Además el filete de la cresta, le daba aspecto de estar acicalado con gorrito de escritorio. El buen señor había envejecido en la pureza de su raza, quedando entre una runfla de gallinas que ya no le hacían caso, como el tipo solitario de una nobleza en desgracia.

El pollito que se sentía atraído por la bondad y atención del viejo gallo, acabó por apegársele e ir tras él, siguiéndole donde iba y ahí tienen ustedes un pollito conducido por un gallo paternal, cosa muy rara por cierto, entre estos tenorios crestados, tan celosos de su gallarda hombría.

El pollito iba tras las chafarrangas de su protector como un niño cuidado por un viejo gendarme que hiciera oficio de niñera.

Cuando llegaba la noche, el gallote, que solía subir a dormir a lo más alto de una enorme acacia fermosisíma (vulgo pacay) que había en el patio; después de afanes prolijos, el vencedor de cien batallas, malogrado de su volátil altivez, poniéndose en cuclillas se acomodaba en el suelo para abrigar, igual que una gallina al pollito.

Al abrigo del padre cochinchino, el pollito huérfano, creció rápidamente y a la vista se transformó en una blanca y espigada pollita, de patas rosadas, plumas de nieve y un pico de oro pálido, como para picar granadas y frambuesas.

Qué curioso era ver ir a la niña al lado del viejo; y al anochecer arrellanarse junto a él, que al menor ruido, seriote, daba la voz de alarma, y desde la medianoche, con su áspero vozarrón, menudeaba un recio aleteo; mientras la pollita se encrespaba con mimo, al sentir un airéenlo, o despertada por algún movimiento, sacudía el níveo abrigo de plumas, como desechando una idea voluptuosa, y con frase gutural modulaba, como una sonatina de ensueño, el chur-r-r-r... de sus emociones de gallina. Abríase el glorioso amanecer de los valles, y la polla, con elegante vuelo, se largaba de la rama al suelo, tras el batacazo del viejo que le había precedido en buscar tierra.

Cuando comenzaron a revelarse contornos y formas de gallina en la pollita, y ya le echaban sus gorgoteos los gallos jóvenes, y ella se sentía en estado de merecer, el gallo padre comenzó a sentirse celoso y más de una vez, al querer prevenir desacatos, no hizo más que sacar en limpio una sangrienta patada o un temerario revuelque ultrajante para sus años. La polla, con honestidad que decía muy bien de ella, si bien gustaba de los requiebros de los gallos mozos, no se daba trazas de renegar de la patria potestad ni ultrajar con actos bochornosos las canosas plumas del viejo. El viejo sí parecía sentir feas intenciones y tanteaba proponer sus malos pensamientos a la polla; pero ella se le escurría y el viejo pasaba a otra cosa, y seguía siendo un buen viejo.

Así pasaba el tiempo, como pasa en el campo, de sol a sol y de madrugada a madrugada. Un día algún colono de la finca, trajo de regalo un gallo joven y garrido, de plumaje rojo y reluciente, cresta a la pedrada, cola como pompón de bersaglieri y pitones como puñales florentinos.

Echado que fue el buen mozo entre la alada familia, parpadeó, dilató la pupila, miró al soslayo y, arqueando el cuello, abrió el pico en tijera, y con toda la fuerza de su pecho le largó un canto de fresco tenor.

Mientras las gallinas fingían indiferencia al recién llegado y cierto apego a su gallo y señor, éste, hecha la cresta un ascua, con la golilla encrespada como un plumero, invitando al grano del terreno, fue acercándose y terminó por acometer al intruso. Éste, rápido como un relámpago, se puso en guardia y, al primer revuelo, hizo rodar a su contrincante que aturdido y desmoralizado y con la cola chueca, se dio a la fuga loca. El triunfador quedó en su sitio; estirando el pescuezo entonó una larga y sentida nota y fue dueño de las hembras del corral.

Un día, el nuevo señor se dio de picos con la pollita blanca; su sorpresa duró un instante e incontinenti le dedicó un guitarreo con el ala; le ofreció una miguita, y sin más quiso irse a mayores.

El viejo gallo, que en situación equívoca presenciaba esto, entre atento y disgustado, previo abstención al atrevido plantándosele en medio, resuelto a no consentir esas cosas que estarían bien con gallinas de la plebe, pero no con una señorita gallina.

Sin explicaciones ni requilorios, el desvergonzado “galli-matías”, antes de que el veterano pudiera requerir la tizona, le metió una lluvia de patadas que dejaron al cochinchino anonadado y ciego.

Días después eran arduos los amores de la blanca princesita y el rojo sultán.

El pobre viejo, por experiencia, no se metió más a papá de pollitos huérfanos y, desplumado y reumático, andaba apenas, trabándose con sus cachos que parecían grilletes, hasta que una mañana de invierno, fue hallado muerto. En el carro de limpieza lo llevaron al basurero, donde se lo comieron los gusanos a la vista del sol, y el viento del gélido invierno aventó sus plumas, sin que la blanca pollita, que ya era opulenta madre de numerosa prole se acordara del bondadoso viejo con una cruz de cascaras de rábanos o una guirnalda de hojas de zanahorias o velando su ojo redondo modulara el chur-r-r-r... de una gallinácea oración, por la crestada alma del gallo cochinchino, que con pluma nueva y voz de ángel, a estas horas debe estar sentado en la gloria, donde las pollitas son dechados de pureza y los gallos solo cantar para atormentar a San Pedro, hasta que les eche puñados de granos de los divinos trigales.

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