El héroe de molle seco

Raúl Bothelo Gosálvez

El pueblo de Molle Seco está posado sobre una loma. De allí se columbra el valle, abierto como extensa y fenomenal axila verde, al fondo mismo donde se juntan los cañadones de los cerros y crean vértices oscuros y misteriosos.

No es un ajedrez urbanístico, sino una sola, larga calle polvorienta, casi siempre vacía. En ambos lados se alinean las enanas casuchas de barro con techumbre de teja que, a mediodía, derrama su sombra ondulada sobre la vereda angosta y desigual. En la calzada, sucia de basura que nadie barre, retozan escuálidos perros sin amo y hozan rispidos cerdos negros. El sol con sus dardos de fuego higieniza aquella sorprendente fábrica de moscas y laboratorio de acres fermentos.

De la puerta entornada de cada harapienta casucha, a modo de mástil sale un largo carrizo en cuyo extremo cuelga un flácido pendón de tela dudosamente blanca, pues en Molle Seco todo el mundo elabora chicha, utilizando el excelente maíz híbrido que producen las cementeras.

Las cholas chicheras de la vereda izquierda odian a las cholas chicheras de la vereda derecha y éstas, a su vez, detestan a las de enfrente. Cuando por casualidad dos chicheras asoman a la calle al mismo tiempo, ambas plantadas con jarras en el vano de la puerta, con aire impávido y retador, durante hora y cuarto se descerrajan los adjetivos e interjecciones más picantes y soeces de su famosa artillería verbal. Luego las dos mujeres, como cumpliendo una ceremonia tradicional, se alzan las polleras, mostrando los redondos traseros a modo de insulto final.

Las chicheras de la vereda derecha arrojan basura a la vereda izquierda las noches de los lunes, miércoles y viernes. Las de la vereda izquierda lo hacen martes, jueves y sábado. El domingo descansan. Es una equitativa igualdad de oportunidades ofensivas que desconoce fiestas cívicas y religiosas. Desde luego, los únicos beneficiarios de la interminable contienda son los cerdos negros que en la calzada hallan cada día renovado festín. Son cerdos feroces, intratables, que embisten con los colmillos al aire a quienes se atreven a disputarles su territorio.

Como el odio, a manera de invisible muralla mantiene aislado a Molle Seco, la chicha carece de compradores, no obstante de ser la única industria lucrativa que por allí se conoce. En vano sesentitantos carrizos la anuncian sobre la calle vacía, aplanada por el aliento del sol que calcina la basura y derrite la grasa de los rechonchos y satisfechos chanchos negros.

Cada mes, pasada la luna menguante, en cualquier inesperado amanecer sorprende el coro de gruñidos de la piara de cerdos que tambalean, completamente borrachos, entre los montículos de detritus. Es que, a escondidas, con sigilo encubierto por la negrura de la noche sin luna, las chicheras de ambas veredas arrojan a la enjuta acequia que parte en dos la calzada, los grandes cántaros de chicha fermentada que jamás venden ni beben. Un arroyo dorado y dulzón, que se empoza en los charcos, matiza con toques de oro sucio el empaste de la grasienta paleta del muladar. En él se refocilan y abrevan los cerdos negros, hundiendo llenos de placer y embriaguez sus cilíndricos hocicos.

La alegría porcina genera una virtual tregua en Molle Seco. Los rústicos y recios maridos de las chicheras, armados de lazos y cuchillos largos, se dedican a capturar y degollar a los cerdos ebrios, en medio de fenomenal algarabía en que se entreveran gritos y carcajadas de los matarifes con los gruñidos de los animales coléricos, que descienden a tristes berridos para concluir en sombríos estertores.

Tras la carnicería y sacrificio, para almacenar alimentos llega la salazón, el preparado de chorizos, ahumado de jamones, desleír de manteca y crepitar de chicharrones en el interior de las desmedradas y estrechas viviendas.

Pasado el día de matanza, la tregua se desvanece.  Vuelve el odio a cernirse sobre Molle Seco, igual que un impalpable polvo viperino. Las veredas quedan vacías y entornadas las puertas, con los carrizos amarillos luciendo su desvaído gallardete.

Todas las noches, en la intimidad de las casuchas, las familias reunidas alrededor de un promontorio de maíz desgranado, se dedican a rumiar, preparando la pasta de la chicha. Mascan y piensan en las chicheras de enfrente, devorando mentalmente a sus antagonistas en una antropofagia imaginaria, lenta, desahogada, inconfesable.

Pulen y limpian los grandes tinajones de fermentación, donde cabe sin incomodarse una pareja de adultos, tan es así que los jóvenes, para escarceos amorosos suelen esconderse en los cántaros desechados y viejos, arrumbados al fondo de los patios, porque están heridos de rajaduras incurables y porque una pringue inmortal les ha desollado la base y la cintura.

Una seriedad ritual transforma los actos de preparación de la chicha en algo casi religioso. Nada altera el ritmo ceremonial, ni siquiera el nacimiento de los niños o la repentina muerte de los ancianos. La chicha es exigente y celosa, inclusive demanda que le toquen cierta música pentatónica y triste, más triste que toda la tristeza acumulada en el fondo de los recuerdos y de las cosas que nunca han sido. Así fermenta mejor y sirve para comunicar alegría al corazón de los hombres.

A pesar de la perpetua inquina y del ambiente crudo y correoso que lo domina, Molle Seco tiene el orgullo de haber sido cuna de dos grandes, desbordados y homéricos tiranos, cuyos bustos de yeso pintado, ondulantes de copiosas barbas, charreteras, alamares, insignias y otros chirimbolos militares, se levantan sobre pedestales de adobe que las lluvias desgastan en verano y la sequedad cuartean en invierno, al final solitario de la destemplada y larga calle polvorienta.

Detrás de los monumentos, entre la atmósfera teñida de malva, violeta y siena, al caer la tarde se levanta el viento de los sepulcros del cementerio cercano, contagiado de aullidos, trasgos que sollozan a medianoche y fuegos de brujería.

En la séptima casucha de la vereda izquierda, desde que hacía veinte años vino al mundo, habitaba Juan Llajta. Allí nació y allí existía como enclaustrado. Y si el destino no alteraba el monocorde ritmo de las cosas, allí iba a morir, cumpliendo el implacable periplo a que estaban condenados los pobladores de Molle Seco.

Desde siempre y sin saber por qué, odiaba a los vecinos de enfrente. Era un sentimiento inevitable, mamado con la leche materna, metido en sus huesos como maligno estroncio radiactivo.

Durante la eterna preparación de la chicha, miraba a sus abuelos, padres y hermanos, moviendo como máquinas los maxilares cuadrados. Cetrinos, tristes, biliosos, mudos, trituraban con silencioso rencor el maíz en grano. Sus abuelos tenían la dentadura completamente mocha, a ras de las encías, y sus padres, aunque todavía la conservaban, estaba gastada por la mitad, tal que parecían un par de hileras de amarillento marfil amolador.

Mientras Juan Llajta se dejaba estar como los demás encerrado en esa campana al vacío que era la vida familiar, rumiando callado la irracional pasión que dominaba al pueblo, soñaba con las hazañas, negras de tan rojas, de los dos grandes tiranos locales y aspiraba a evadirse como ellos, saliendo de la destructiva opresión que le rodeaba.

Nadie le habló de otros sitios. Era joven y ni noción tenía del ancho mundo. Sin embargo, por una suerte de sabia memoria ancestral, con la imaginación se evadía a sitios distintos, amables como el sueño de la fatiga, dulces como el vaho de la chicha hervida, arrulladores como el tamborileo de la lluvia en el tejado, tras el ardor de la sequía.

Una noche incomunicada, plena de oscura desesperación, Juan Llajta saltó la cariada pared del fondo. Se escurrió entre las altas cañas del maizal florecido, hasta alcanzar el camino real. Anduvo horas por la cinta asfaltada. El alba le sorprendió con su esplendoroso encantamiento lleno de pájaros. Desorientado y hambriento, pernoctó en una choza hospitalaria donde le socorrieron, y bien de madrugada se dirigió a la ciudad cercana.

La ciudad era una agradable telaraña de colores. Bajo un cielo bobo y lechoso, por las principales arterias iban, entre gente apresurada, numerosos jóvenes extranjeros, como si fuese una ciudad ocupada. Elásticos, limpios, convincentes, simpáticos, ofrecían a gritos formularios rosados, verdes, celestes, blancos, amarillos, morados, azules, rojos, violetas. Asediaban a los viandantes y les explicaban en inglés, castellano, francés, ruso, alemán, italiano, hebreo, arábigo, chino y gujarati, las ventajas y bondades de cada formulario.

—Tome usted una beca que le ofrece el Gobierno...

—Mi organización internacional es más segura...

—La Universidad que representó le da más garantías...

—Nuestras ventajas son superiores...

Siete gringos amables rodearon a Juan Llajta apenas le vieron asomar. Sus sonrisas auguraban generosas intenciones. Rubios apostólicos, imperialistas humanitarios, pioneros de la lucha contra el subdesarrollo “económico-social”.

—Venza el atraso, ¡tome usted una beca! -gritaron, tendiéndole formularios de colores.

Uno alzó la mano, demandando orden, y se encaró al desertor de Molle Seco.

—Le ofrecemos un amplio repertorio de becas. Tenemos urgente interés en ayudar a superar el subdesarrollo y crear en este hermoso e inocente país, nuevas necesidades que no necesitan. Mil organizaciones internacionales del sector público y privado del extranjero le brindan su oportunidad... Estamos en plena liquidación de becas... Aproveche usted, joven, tan brillante oportunidad. No desdeñe una beca gratuita y rentada que podemos darle.

La elocuencia del hombre mareaba a Juan Llajta, quien no comprendía nada.

—Escoja usted mismo, joven, en el gran conjunto de becas que le brindamos -prosiguió el extranjero, y en forma declamatoria comenzó a repetir una larga lista:

—“Uso industrial del Unicornio”, curso de tres meses en Bayeux, todos los gastos pagados; “Ontogénesis entre los hotentotes”, dos años en Pretoria, sin discriminación, todo pagado; “Arreglo de jardines en la Dinastía Ming”, seis meses en Osaka; “Los sofistas en la corte de la Emperatriz Teodora”, un año en Alejandría, todo pagado; “Teorías de Einstein y Plank en la geografía marciana”, un mes en Cabo Kennedy, todo costeado por la NASA; “Decoración en Babilonia”, cinco semanas en Teherán, todo libre; “Costumbres amorosas de los cefalópodos”, tres meses en la Soborna, todo pagado; “La dialéctica y el empiriocriticismo a través de la música de Shostakovich”, dos meses en Leningrado, todo gasto pagado; “Integración y desintegración de América Latina y el pensamiento de Pablo Neruda”, dos años en Santiago de Chile, pagado por CEPAL; “La reforma agraria bajo el reinado del visigodo de Atanagildo”, un año en Salamanca, todo pagado; “Ramsés III y los derechos humanos”, un año en El Cairo, todo libre; “Luz infrarroja y astigmatismo de los ancianos”, Ginebra, un año, a crédito largo; “La hidráulica en Machu Picchu”, Instituto de Tecnología de Massachusetts, todo pagado; “El gauchismo de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar dentro del nacionalismo internacional”, un año en Buenos Aires, todo pagado; “Fenomenología de Heidegger”, un año en Heidelberg, todo pagado...

Juan Llajta respingó impaciente. El extranjero calló un instante, pausa que el provinciano aprovechó para decir:

—Me interesa la última.

— ¿”Fenomenología de Heidelberg?” -interrogó, desalentado, el extranjero que era promotor de becas norteamericanas enviadas de Nebraska, Omaha, United States.

—Sí, mister.

Chocando ambos talones a la manera tudesca, uno de los gringos alcanzó a Llajta un formulario azul, impreso en caracteres góticos bajo el escudo de Heidelberg. Los restantes extranjeros se dispersaron por la calle, prosiguiendo su cotidiana cacería de becarios.

Juan estampó su sinuosa firma en el formulario y el joven alemán, con ancha sonrisa de ario democrático, sacó de su bolsillo un pasaje aéreo y un sobre con dos mil marcos que entregó al flamante becario.

— ¡Danke! Auf Wiederschen, herr Llajta.

Un año estuvo el mollesequino en la muy alemana universidad de Heidelberg. Asistió al curso que varios dignos y severos profesores dictaban en el aula que antaño ocuparon Fichte, Krause, Schopenhauer, Hegel y otros filósofos. Oía la profunda guturación del idioma teutón. Mientras miraba con falsa atención a los disertantes, como en sus años en Molle Seco permanecía embalsamado dentro de la ampolla del silencio sin pensamiento. Nadie le interrogaba nunca. Condiscípulos y profesores tenían respetuosa admiración por aquel ejemplar humano, cuyo lenguaje milenario, sorprendido alguna rara vez, les pareció armonioso e incomprensible, originario tal vez de la Atlántida o de Cólquida.

Concluido el curso, Juan Llajta recibió con los demás alumnos el diploma que lo acreditaba como “Doctor en Fenomenología”.

De pronto se sintió desamparado sin la beca. Aunque le dieron pasajes de retorno, prefirió canjearlos para permanecer más tiempo en Alemania, donde a poco obtuvo otra beca internacional, merced a las vinculaciones de una “fraulien” que disfrutaba de su silencio y de sus rústicas dotes viriles, que comparaba con los de un nibelungo. Esta vez fue Atenas: al pie de la Acrópolis escuchó tres meses a distinguidos helenistas disertar sobre los dioscuros y las panateneas en la tragedia griega. Como siempre, Llajta vivió sumergido en su estanque de ausencia y de silencio. Finalizado el cursillo, le dieron su diploma.

De este modo, coordinando su instintiva habilidad para la simulación con su singular maestría para lograr ventajas, Juan Llajta permaneció fuera de su pueblo por espacio de veinticinco años, pasando de beca en beca como abeja de flor en flor. Medio mundo recorrió en condición de becario profesional.

Se mantuvo soltero y en su elegante maletín de mano tenía quince diplomas, acreditando que siguió cursos sobre las más distintas, esotéricas y extravagantes disciplinas del conocimiento humano.

Hinchado de solemne genialidad, como “abeja que acumuló demasiada miel”, decidió retornar a su lejana patria, alzada en medio de brumosas cordilleras. La nostalgia empezaba a comerle el ánimo como oscura polilla metida en la madera del corazón.

Llegó por avión a la capital y allí presentó su repertorio de diplomas para solicitar un cargo al Gobierno. Pero a lo largo y ancho del Presupuesto público no existía nada como para él. El Gabinete de Ministros estaba completo; Senadores y Diputados permanecerían todavía varios años calentando sus curules.

En cada oficina pública donde iba, escuchaba el opaco rumor del manducar de la famélica burocracia, como manga de langostas posadas en un árbol frondoso. Dándose codo con codo, arrimados a una larguísima cinta sinfín que hacía de escritorio colectivo, funcional y racionalizado, aconsejado por la Asistencia Técnica, los empleados públicos enarbolaban su respectivo sello. Por un extremo entraba un papel limpio, y al llegar al otro extremo, tenía estampados 169 sellos distintos, de manera que el papel quedaba tan sucio de tinta y firmas ilegibles, que era indispensable iniciar una nueva gestión, aunque el resultado fuese siempre el mismo.

Merced a que mostró a un político su diploma de experto en “Aplicación de la Cibernética en las relaciones Internacionales”, emanado de la Universidad de Texas, fue invitado por la Cancillería para ocupar el Consulado General en Macondo.

El Director del Departamento Administrativo cayó enfermo de “surmenage”, pues en vano formuló diez o quince proyectos de presupuesto de pasajes y viáticos. Ellos fueron rechazados por el Tesoro, pues nadie sabía en qué lugar del planeta estaba Macondo, cuánto costaban los pasajes, la moneda que corría ni el idioma que allí se parlaba. El nombramiento se hizo cuestión de Estado. El Ministro de Cultura decidió que Macondo era un país que todavía no estaba inventado, pero le refutó el Ministro de Telecomunicaciones, afirmando que Macondo estaba en la geografía y que recibía y enviaba despachos cablegrafieos. El Ministro de Agricultura, apoyando al de Telecomunicaciones, dijo que Macondo Figuraba en los planes comerciales y que la designación sería bien recibida, más aún si las costumbres y el folklore eran semejantes. En todo caso, el Ministro del Tesoro sostuvo que el presupuesto estaba agotado y había que aguardar por lo menos un año para tramitar pasajes, gastos de instalación y viáticos. No quedaba otra alternativa.

Juan Llajta puso candado de clave al maletín donde guardaba sus quince diplomas. Formuló airada renuncia irrevocable al cargo de Cónsul General en Macondo, y resolvió irse a Molle Seco, a visitar a la familia y admirar su progreso.

Atardecía cuando asomó a los umbrales del pueblo. Nada había cambiado en dos décadas y un lustro de ausencia. La misma calle larga y polvorienta. Las casuchas de barro con su puerta entornada; el carrizo anunciaba chicha; las veredas antagonistas y, entre ambas, la calzada con su espléndido, sucio y fétido estercolero donde campeaban los cerdos negros.

El aire socarrado, hecho de impalpables y superpuestos celofanes húmedos. La soledad, igual que un gran fantasma, planeaba como siempre sobre los techos caldeados.

El sol se ponía al fondo de la calle silenciosa, entre escandalosos oros y bermellones crepusculares, como apoteósico telón de fondo. Delante se perfilaban los pedestales con los héroes de Molle Seco, más lavados que nunca por las lluvias y resecados por las sequías. Pero advirtió, admirado, que no eran dos pedestales, como cuando el hijo pródigo huyó del pueblo, sino tres.

Husmeado de cerca por los cerdos negros, Juan Llajta sorteó los baches de la vereda vacía, esquivó los carrizos y se aproximó para admirar al nuevo héroe.

Una vez cerca dio un profundo suspiro, porque a la luz del tramonto, en medio de los dos grandes tiranos, orgullo de Molle Seco, se reconoció sus propios rasgos en la escultura de yeso, pintada con una capa de polvo dorado encima del oscuro almagre.

Abrumado y conmovido por tan repentina sorpresa que consagraba su inmortalidad, Llajta se encaminó a su casa natal. Empujó la puerta entornada. Miró a la familia reunida, rumiando alrededor del montón de maíz desgranado. Nadie le dijo nada cuando lo vieron entrar, como si jamás hubiese abandonado la casa. Su sitio, marcado por un cuero de oveja, estaba intacto.

Y el nuevo héroe de Molle Seco, que como Ulises volvía de un largo viaje, respetuoso a las costumbres, tomo asiento en el suelo, luego de arrimar en un rincón el maletín de diplomas, y con su parsimonia cogió un puñado de granos de maíz y se puso a masticar en silencio, pensando con odio en las chicheras de enfrente.

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